16.12.11

Siempre quejándoos

Ya está bien de quejarse, siempre quejándoos. Que si el valle de lágrimas, que si este destierro, que si este sufridero… Ya está bien, ya os vale. De acuerdo que el mundo que hice no es perfecto, pero no olvidéis que os di la inteligencia. Así que podríais haberlo mejorado. Con vuestra inteligencia podríais haberlo hecho mejor. ¿O me vais a negar que la mayor parte de vuestro sufrimiento procede de vosotros mismos? De acuerdo que existen infortunios, desastres naturales, pero el grueso de vuestro dolor no viene de ahí. No: la mayor parte de vuestro dolor viene de vosotros. De vuestras guerras, vuestros expolios, vuestras crueldades… Que existe la desgracia es verdad, pero sobre todo existe la injusticia. Vuestras injusticias. ¿O acaso no tenéis medios para atender vuestras necesidades? Sí, los tenéis. Tenéis medios para vivir en paz y felices, pero no los ponéis en práctica. No los aplicáis, no os organizáis para ello. Así que es por vuestra causa, por vuestra culpa. Habláis del valle de lágrimas, sí, pero la mayoría de las lágrimas os las provocáis vosotros mismos. Os las provocáis unos a otros. Es por vuestra causa que la humanidad llora. Podríais “deslagrimizar” el valle pero no lo hacéis. ¿Y por qué no lo hacéis? Porque no os lo proponéis; porque en el fondo, tal vez, no queréis hacerlo. Así que no os quejéis tanto y dejad de achacarme todos vuestros males.

13.12.11

Abuelito dime tú

Abuelito, si quieres contarme tus batallas, cuéntamelas enteras. Descríbeme esos muertos que quedaban tumbados con los vientres abiertos, las heces derramadas. Y no olvides hablarme del olor a cadáver, de las moscas azules posadas en los ojos, del miedo en las trincheras, los brazos amputados, la metralla en las piernas, las cuencas, los muñones... Abuelito, si quieres contarme tus batallas, cuéntame todo. Todo. No excluyas los recuerdos de los que tu memoria trata de desprenderse. No silencies la parte que querrías olvidar.

2.12.11

En los mapas del cielo

Día grisáceo, a tono con su ánimo. Desde la cafetería del aeropuerto ve llover, gotas chocando con los cristales y resbalando mejilla abajo. Piensa que quizá el vuelo se atrasará por la niebla, pero por megafonía dan aviso de embarque. Se seca los pómulos, toma el bolso y se dirige a la puerta 7. Veinte minutos después el avión atraviesa nubes negras, grises, plomizas (vapor, a fin de cuentas) y asciende a una región clara. Allí el sol brilla entre azul raso. Entonces comprende que es posible, también para ella, dar un salto y alzarse sobre la bruma; dejar atrás las nubes, la humedad gris que hace llover.

21.11.11

Vidas paralelas

Imaginad mi sorpresa cuando vi mi nombre en una esquela mortuoria. Había viajado a otra ciudad para concertar unos pedidos y se me ocurrió comprar el periódico local. De pronto, al pasar la página me saltó a los ojos: “Con gran pesar comunicamos el fallecimiento de” y luego mi nombre y apellidos. Menos mal que lo que luego seguía (edad, parientes) me aclaró que el muerto no era yo, sino alguien que se llamaba igual. Y es curiosa la coincidencia, porque ni mi nombre ni mis apellidos son corrientes.

El caso es que esto me impactó y, aprovechando que el asunto de los pedidos llevó poco tiempo, cogí un taxi y me planté en el funeral. Sentía curiosidad por esa persona que había cargado con mi nombre y apellidos. Y, por lo que pude ver en la iglesia, su vida fue bastante parecida a la mía: nacido cinco años antes, se casó y tuvo tres hijos (uno más que yo). Se dedicó también al comercio (de muebles en su caso, textil en el mío). Debió de tener muchos amigos, porque el templo estaba a rebosar. Puede que exagere, pero aprecié analogías entre su mujer, sus hijos y los míos. Tuvo una muerte rápida, como desearía para mí.

Durante la homilía, el oficiante (que sin duda le había tratado) dijo algo que no entendí: “Nos veía con las manos y con el corazón”. Esto me dejó bastante intrigado. Así que, al acabar la misa, me puse a oír comentarios de los asistentes. Y entonces lo entendí: aquel hombre (mi homónimo) nació ciego y nunca pudo ver. Vivió siempre entre tinieblas. A pesar de eso, había tenido una vida similar a la mía.

De modo que no sólo bregó con mi nombre, mis apellidos, mis circunstancias… Afrontó, además, la oscuridad.

17.11.11

Ponte en mi lugar

Salgo de la oficina con el maletín en la mano y de pronto, ¿qué pasa?, de pronto soy el inmigrante de la esquina que ofrece La Farola (el periódico de los sin techo). Mientras sostengo en mis manos los periódicos veo al inmigrante cruzar la calle, vestido con mi chaqueta y llevando mi maletín. Lo veo convertido en mí.

Apenas doy crédito a mis ojos: ahora él es yo y yo soy él.

El inmigrante (transformado en ejecutivo) pasa de largo, no me compra el periódico, ni siquiera se para a mirarme.

El que en este momento cruza la calle es el alcalde. Sólo que ahora es quien recoge los cubos de basura. Los pone boca abajo y vierte su contenido en un camión. Se me hace extraño verle sucio y con un mono de trabajo.

Pero aún más raro se me hace ver al basurero, con chaqueta y corbata, en el asiento de atrás del coche oficial de la Alcaldía.

Y esa chica con la que diariamente me cruzo mientras hace footing, ¿por qué va hoy en silla de ruedas? ¿Acaso se ha invalidado? ¿Habrá sufrido un accidente?

¿O será otro intercambio, otra permuta de destinos? Sí, debe ser eso, porque en este momento pasa junto a mí, corriendo como una gacela, la mujer parapléjica que vive en este barrio.

Han pasado varias horas. Sigo en la misma esquina, ofreciendo La Farola. Tengo hambre, estoy cansado y me duelen los pies. En todo este tiempo sólo he vendido dos ejemplares. Con lo que me han dado por ellos (la limosna, a fin de cuentas, del mendigo que soy) tengo que comprar la comida, la cena, el desayuno de mañana...

De mañana: porque es posible que mañana yo siga siendo el inmigrante en paro, el excluido social que vende La Farola. Porque es posible que nunca vuelva a ser el que era: el ejecutivo que ayer mismo salía de la oficina con un maletín en la mano. Porque es posible, en fin, que estos trueques no tengan marcha atrás.

14.11.11

Travesía

En el fondo de sus pensamientos, todos intuían que no había tierra prometida. Que la tierra prometida (ese ansiado vergel al final del camino) no existía. Pero nadie se atrevía a cuestionarla, ni a cuestionársela. Repelían al instante todo asomo de duda. Ni siquiera se permitían contemplar esa hipótesis. Todo lo demás podía discutirse, ponerse en cuestión, objetarse, incluso descreerse; pero la tierra prometida no. Cuestionarla era un delito. Cuestionársela, un pecado. Nada tan vital como no dudar de ella. Porque, sin tierra prometida, ¿cómo sacar fuerzas para atravesar, para afrontar día a día y noche a noche, el desierto?

11.11.11

Forzados

Antes de dar comienzo a la sesión y mientras preparaba el instrumental, el torturador dijo al prisionero:

-No sé lo que va a pasar. No sé si podrás resistirlo. Pero quiero que sepas que torturarte es, también para mí, una tortura.

Justo cuando iba a añadir “-Suerte” sonó la consigna de inicio. Luego, pasos acercándose. Quizá otros torturados, activos o pasivos.

10.11.11

Física y química

Y podemos ya expresar la vida con una fórmula algorítmica, larga y compleja pero reducible a signos (letras y números), a elementos químicos, procesos, reacciones. Y no sólo la vida sino también los actos, las funciones, los avatares de ésta. Y tenemos la fórmula del miedo, la de la confianza (que es como la del miedo, pero un 7 en vez de un 5), la de la inquina, la del amor… Tantas fórmulas cambiantes, polinómicas (aquí un 8 en vez de un 4; allí un 2 en vez de un 6: otra distribución, otro guarismo). Y podemos expresar emociones con una fórmula o secuencia, aunque todavía no sabemos para qué nos sirve esto.

8.11.11

Música de niños

-Mira, Guille, he comprado un cedé con música de niños, para que lo oigas durante el viaje. “Cancionero infantil de siempre”. Me han dicho que es muy alegre. Voy a ponerlo:

Ya se murió el burro
de la tía Vinagre.
Antes tenía al burro
y ahora no tiene a nadie.

Pero, Guille, ¿qué te pasa? No llores, chiquitín, si es sólo una canción. Anda, quito este disco y pongo otro. A ver qué tengo en la guantera… Éste irá bien. Escucha, Guille, ha llegado el momento de que te aficiones al rock duro.

27.10.11

Ciencias de la información

Un reportero debe ser notario de la actualidad. Igual que los historiadores tienen prohibido reinventar el pasado, un corresponsal de guerra ha de ser neutral. Debe mostrar lo que pasa sin tomar partido, sin injerirse en los hechos.

Se lo enseñaron en la Facultad y lo recuerda cuando ve al niño famélico, rodeado de buitres que aguardan su turno.

Un clic con la cámara y se aleja, seguro de que en la Redacción le felicitarán por su foto.

Pero algo no cuadra, algo chirría. Vuelve tras sus pasos, hace un corte de mangas a la Facultad y entrega al niño sus provisiones. Menos mal que aún guarda un resto de energía para masticar.

Y luego, mientras carga al niño sobre su espalda para llevarlo al coche, exclama:
-Que le den por saco a mi hernia discal.

19.10.11

Pintada está mi casa

¿Y eso de que cada tres años te toque presidir la comunidad de vecinos? ¿Y la manía de alguna gente, de escribir en las paredes? No sé cual de las dos cosas me revienta más. Y lo peor es cuando se juntan. Vamos, que tuve que llamar a una empresa especializada en borrar graffitis. Cobran lo suyo, pero trabajan bien. Echan unos ácidos en la pared y la dejan limpia. Estuve con ellos mientras borraban las pintadas y, entre escritos y dibujos, contamos diecisiete. Había de todo: palabras obscenas, garabatos, eslóganes… Todas las fueron borrando. Hasta que llegamos a una que, con letra pequeña, decía: “No tengo todo lo que amo, pero amo todo lo que tengo”. Y les dije a los operarios: -Bien, ésta vamos a indultarla. O sea, que la dejamos puesta.

Primero me miraron extrañados pero, después de leer la frase, yo creo que me entendieron.

17.10.11

Allí van

Allí van esos dos, unidos, siempre unidos, como hermanos siameses, como el haz y el envés, como el cuerpo y su sombra. Allí van, siempre juntos, esos acompañantes que nunca se separan, ese dúo indivisible, esa aleación metálica como el acero o el bronce, esa mezcla o reacción, ese compuesto orgánico de elementos solubles. Allí van, fusionados, moviéndose por dentro del corazón humano, el amor y el dolor.

4.10.11

Trece

Otra vez tiene que marcharse. Dos años aquí, como en cada sitio, y luego partir.

Otra vez debe despedirse de sus amigos, de aquellos niños que no volverá a ver.

Ha compartido sus juegos en el parque y en el recreo, ha estado con ellos los dos últimos cursos de Primaria, y ahora que todos sus compañeros van a cumplir trece años hay que irse a otro lugar.

Porque su crecimiento se estancó a los doce años. Y según parece no va a crecer, ni a cambiar, ni a madurar más.

Fue un caso insólito. Los médicos lo diagnosticaron y advirtieron a sus padres: “Es probable que sea un niño vitalicio; que toda su vida sea, física y mentalmente, un niño de doce años”. Y los psicólogos les aconsejaron: “Conviene que esté siempre en contacto con niños de su edad”.

Y por eso sus padres han venido cambiando de residencia cada dos años. Al llegar a la nueva ciudad le inscriben en un colegio en el penúltimo curso de Primaria, para que esté con niños de once y doce años, y justo al terminar el ciclo se mudan a otro sitio. Y vuelta a empezar.

Él se ha sentido bien así y, al igual que sus padres, ha guardado el secreto. Sabe que no está hecho para vivir en un mundo de adultos. Sabe que ese otro mundo, el de los mayores, no fue ideado para él.

Pero se le hace duro llegar al final de cada etapa. No tanto despedirse de sus amigos (“nos mudamos: mi padre ha encontrado trabajo en otro sitio”) como ver a éstos salir de la niñez.

Sí: ellos dejan las canciones infantiles y oyen música-disco con auriculares.

Ellos abandonan los tebeos y empiezan a leer libros y revistas.

Ellos dejan de comprar golosinas y se estrenan en la cerveza, el tabaco, el café.

En la feria no hacen caso a los coches de choque y, en su lugar, van a discotecas.

Dejan los dibujos animados y se las ingenian para ver películas eróticas.

Abandonan las peonzas, los balones, los juegos en el parque y empiezan a citarse con chicas.

Dejan de llevar pantalón corto.

Les crecen pelos más arriba de la boca.

Les cambia la voz…

Siempre igual. Siempre lo mismo. (¿Y cómo puede dejar de gustarles, de pronto, todo lo que hasta ahora les gustaba?)

Con los años han ido cambiando los juegos que los demás dejan al cumplir trece años. Al principio eran sencillos, últimamente sofisticados y electrónicos. Pero siempre hay juguetes arrumbados. Siempre hay juegos y diversiones que al cumplir trece años se abandonan.

Si hace memoria, puede recordar hasta ocho sitios en los que ha vivido, ocho ciudades en donde ha sido escolarizado durante dos cursos con niños de once y doce años. Los primeros de aquéllos deben de tener ahora cerca de treinta. Muchos se habrán casado y serán padres.

Cerca de treinta… Ésa, treinta años, es su edad biológica, su verdadera edad. Pero no: él será siempre un niño de doce.

Sin embargo hoy, inesperadamente, lo siente. Una especie de tensión, un estiramiento más abajo de la barriga, en ese colgajo que sirve para orinar. Nunca antes lo había experimentado, pero ha oído hablar de eso. Sabe lo que significa: la madurez sexual, la pubertad. Y con ella el destierro, la expulsión de la infancia.

Se mira y descubre un bulto en el pantalón, entre las piernas.

“Entonces –se dice-, puede que esta vez no tenga que irme. Puede que no tenga que cambiar de ciudad. Puede que también yo cumpla trece años”.

Y al pensarlo, le invade una rara mezcla de miedo y esperanza.

28.9.11

Sabelonada

Durante el viaje en avión para recoger el Nóbel de Medicina, se me ocurrió ir apuntando las cosas que ignoro. Por mero entretenimiento. Escribí “No sé…”. Y añadí:

-Esquilar ovejas.

-Cuándo se siembra el maíz, cuándo se siembran los tomates, cuándo se siembra todo.

-Diseñar relojes.

-Herrar caballos.

-Cómo hacer queso. Cómo hacer mermelada. Cómo hacer hojaldre.

-Esculpir en piedra.

-Tapizar un sofá.

-Repujar cuero.

-Desplumar pollos.

-Cuánto tarda el mosto en volverse vino.

-Cuánto tarda el vino en volverse vinagre.

-Cuándo hay que sembrar el trigo (o el maíz, o el arroz). Cuándo hay que regarlos. Cuándo hay que segarlos.

-Entender el suajili. Entender el chino. Entender el sueco.

-Orientarme con la estrella polar.

-Cuánto dura el embarazo de una vaca. O el de una cabra. O el de una cerda.

-Tocar, sacarle música a un acordeón. Tocar el clarinete. Tocar la guitarra. Tocar cualquier cosa que no sea el timbre.

-Por qué al amanecer cantan los gallos.

-Por qué los loros imitan sonidos.

-Reparar la avería del grifo que gotea...

Anoté, al buen tuntún, más de mil cosas que desconozco. Y cuando paré de escribir no fue porque no quedaran zonas de oscuridad, sino porque la azafata me lo pidió (el avión iba a aterrizar).

Después en la Academia, mientras recibía el premio Nóbel, me pregunté cómo me las arreglo para disimular tanta ignorancia.

21.9.11

Guerra y paz

Nació en 1935, de modo que sus primeros recuerdos coinciden con el inicio de la guerra, cuando acababa de cumplir cuatro años. Son recuerdos de sirenas que alertan, de carreras en los brazos de su madre para alcanzar el refugio, de estruendo de bombas, de olor a quemado, de tejados hundidos y paredes rotas… Son sus recuerdos primeros y también los siguientes.

Porque en los años siguientes continuó habiendo alarmas, bombardeos, edificios derruidos, humo en la calle, cascotes, ruinas. Siguió habiendo gente que al oír un zumbido miraba al cielo y decía “es de los nuestros” o “es enemigo”. En las conversaciones de los adultos nunca faltaban las palabras “soldados”, “frente”, “batalla”, “ejército”…

En ese ambiente fue creciendo y cumpliendo años. Acaba de cumplir diez. De ellos ha pasado seis, desde 1939, en guerra: casi toda su vida consciente.

Y por eso, ahora que estamos en 1945, al oír que la guerra ha terminado le resulta difícil hacerse a la idea: “Así que la guerra no es lo normal, lo natural. Así que puede haber vida sin aviones enemigos, sin refugios subterráneos, sin obuses… Puede haber vida sin guerra. O sea, que todo eso no es inseparable de la vida. Qué raro”.

20.9.11

Desnortados

Napoleón, Sabino, Adolf, Jossif…

En verdad no fueron perezosos, ni indolentes, ni acomodaticios, ni cobardes…

(uno de ellos, incluso, tituló un libro “Mi lucha”)

Es sólo que aplicaron mal su esfuerzo, su valor, su energía, su perseverancia, su creatividad…

Que equivocaron el fin, el designio, el propósito (o sea TODO)…

Y al final habría sido mejor que no lucharan, que no crearan, que no perseveraran en nada.

19.9.11

El graderío

Pensó que en aquel campo de fútbol cabían 100.000 espectadores: 100.000 personas sentadas en la grada, como él, contemplando el encuentro. Y entonces cayó en la cuenta de que cada una de ellas había nacido en un sitio, había tenido una infancia, una juventud, una madurez vivida o por vivir. Cada una de ellas tenía sus propios afectos, sus temores, sus esperanzas, sus pérdidas, sus decepciones, sus sueños…

100.000 trayectorias, 100.000 biografías, 100.000 tramas, 100.000 relatos inéditos (con sus giros imprevistos, su emoción, su suspense…) allí, delante de él. ¡Sería tan fantástico oír a cada uno contar su argumento!; oírles por ejemplo narrar su primer recuerdo, su vivencia más intensa (lo que más les hizo reír, lo que más les dolió…), o los actos propios que arrancarían de sus vidas. “Eso sí que sería un espectáculo”, pensó.

Y debió pensarlo mucho tiempo, debió de imaginar durante muchos minutos las vidas de toda esa gente, porque de pronto el árbitro pitó el final del partido (empate a uno, aunque ¿qué importa eso?).

Las puertas del estadio se abrieron y todos los asistentes, o sea los 100.000 protagonistas de esas 100.000 novelas, se levantaron para irse.

16.9.11

Secundarios

Cuando la señora Bovary volvió de la fiesta en el castillo y entró en su pueblerina casa de Tostes, descargó su ira sobre la sirvienta, a la que despidió de inmediato.

De aquella sirvienta sólo nos es dicho que se llamaba Anastasia y que, tras su despido, se echó a llorar en la cocina.

Y nada más. No sabemos qué fue de ella luego. No se nos cuenta cómo siguió su vida. "Olvidaos de ella", parece ordenársenos.

(Flaubert estaba obsesionado con Emma. Sólo ella le importaba. Los demás eran secundarios, colaterales: meros figurantes, meras comparsas. Simplemente pasaban por allí.)

Y después, tras el suicidio de la señora Bovary, el mozo de farmacia Justino (que siempre estuvo secretamente enamorado de ella) se acercó de noche a su fosa, se arrodilló y lloró.

Tampoco de Justino se nos dice más, salvo que se marchó a Ruán y se empleó en una tienda.

¿No pensáis que Flaubert es injusto? ¿No os parece que todos los novelistas son injustos al crear personajes para luego dejarlos –como a Anastasia, como a Justino- colgados, suspendidos de una página, literalmente tirados?

13.9.11

Adiós, muchachos, compañeros de mi vida

En general es un ordenador bastante dócil. Sólo ocasionalmente me corrige, por ejemplo si acentúo "Ámsterdam" o escribo "güisqui", entonces se queja y lo pone a su modo. También le molesta que escriba "por contra": él pone "por el contrario". Y cuando tecleo "en favor de", lo cambia por "a favor de". Pero si insisto en la grafía inicial, se conforma y no vuelve a corregirme.

Ya digo que habitualmente es sumiso. Incluso ha desarrollado cierta empatía conmigo: no es raro que antes de acabar la frase intuya mi idea. Se anticipa y la acaba.

Le añadí reconocimiento de voz y parece gustarle que le dicte pues, mientras hablo, muestra iconos risueños.

No niego que le he cogido afecto. Ya desde pequeño me encariñaba con las cosas y se me hacía duro desprenderme de ellas. El peluche de Snoopy, la cartera del cole, la bici que hubo que regalar porque ya no aguantaba mi peso…

Pero los ordenadores quedan obsoletos y hay que cambiarlos. Sacan nuevos programas, su capacidad se agota y empiezan a ir lentos. No basta con ampliarles memoria o añadir utilidades.

Por eso tecleé un e-mail al bazar informático: “les agradeceré que me envíen catálogo y precios”.

Y el caso es que hoy, al iniciar sesión para leer el correo, en el monitor no sale la bandeja de entrada, sino un mensaje que dice “NO ME ABANDONES”.

1.9.11

Tragedias

Es experto en tragedias. Ha escrito Yerma, sobre la desesperación de una mujer estéril en un mundo donde lo más apreciado es la fecundidad. Finalmente Yerma mata a su marido, al que cree culpable de la aridez de su vientre.

Ha narrado el sufrimiento de unos amantes a los que se les impide estar juntos. Ella es obligada a casarse con otro hombre. Su enamorado trata de impedirlo. Ambos huyen pero al final el amante y el novio mueren enfrentados.

Ha descrito la opresión de unas hermanas, mujeres jóvenes recluidas por su madre entre cuatro paredes, condenadas a guardar un luto de ocho años que consumirá lo mejor de sus vidas.

Es, decididamente, un experto en tragedias.

Pero la tragedia de hoy, 19 de agosto de 1936, no la ha escrito él. La han creado otros y él es el protagonista.

De madrugada y a punta de pistola le meten en un coche, le llevan por una carretera junto a otros hombres, le encierran en una habitación (una especie de celda improvisada), le sacan de allí y le obligan a caminar, le ponen ante los faros de un coche, junto al que, pese al deslumbre, se atisban unos brazos provistos de fusiles.

En las tragedias que él ha escrito nadie muere realmente. Al final el telón cae, vuelve a subir y los actores (incluso aquéllos que murieron en escena) salen a saludar.

Sin embargo, lo de hoy no parece teatro, no tiene pinta de ficción.

A Federico lo apuntan y, mientras suenan disparos, piensa tal vez en lo que vendrá ahora, cuando el telón caiga definitivamente.


29.7.11

Detrás de estas paredes

Mira, hijo mío, el mundo que hemos preparado para ti. Es demasiado asimétrico: unos tienen de todo y otros no tienen de nada. Es demasiado inestable: se suceden las guerras de unos hombres con otros. Es demasiado inseguro: las armas destructivas nos están apuntando. Y hay armas suficientes para acabar con todo (sí, hijo, contigo también).

Tu cuarto es agradable: la cuna, los juguetes, el columpio, la caja de música que te ayuda a dormir, las cortinas que cosió mamá… Y también nuestro hogar es acogedor.

Pero fuera de estas paredes no hemos podido darte algo parecido.

Mira, hijo mío, el mundo que entre todos hemos preparado para ti.

Ojalá que, cuando tú tengas un hijo, no tengas que decirle esto (aunque por vergüenza no lo digo; sólo lo pienso). Ojalá tú sí puedas decir, en voz alta, a tu hijo “Te ofrezco un mundo cálido, agradable también de puertas para fuera”.

26.7.11

El tiempo de los verbos

Como el apartamento de la playa me corresponde, he venido a traer algo de ropa. Revolviendo cajones he encontrado las cartas que me escribiste cuando éramos novios. Ni me acordaba de haberlas guardado aquí.

“Te echo tanto de menos… Cuando estoy sin ti soy medio yo. Cuento los minutos que faltan para estar contigo”, decías en una.

Por un momento pensé en romperlas: ¡como si tirando cartas o fotos pudiera uno abolir el pasado! Pero no pude. Y ahora no sé qué hacer con ellas. Tampoco sé si son de tu propiedad o de la mía (se nos olvidó incluirlas en la liquidación de gananciales). Por eso te las envío: un viaje de vuelta a través del correo, después de tantos años.

Te mando también mis nuevas señas. Para los flecos del divorcio.

Volviendo a las cartas, me cuesta creer que fui la persona a quien iban dirigidas (claro que ¿es uno el mismo toda su vida?). Y también me cuesta recordar lo que sentía al leerlas.

No sé qué le pides tú al tiempo, pero yo le pido que sea justo. Que trate igual al pasado y al presente. Que el mismo empeño que puso en desgastar nuestro amor, lo ponga ahora en disolver nuestros reproches.

22.7.11

Para tener la alegría

Registro civil. Sección de matrimonios.

El encargado examina el expediente. Los solicitantes están divorciados. Cada uno se había casado dos veces antes. Sigue pasando hojas y apenas da crédito a sus ojos cuando observa que ambos enlaces fueron… entre ellos. O sea: que se casaron, se divorciaron, se reconciliaron, volvieron a casarse, se divorciaron otra vez… y ahora de nuevo se casan.

El funcionario especula: ¿Será para evadir impuestos? ¿Será para escaquearse del trabajo (quince días de permiso por cada boda)?

Como no hay impedimento, finalmente se aprueba el enlace. Junto al salón nupcial, los novios e invitados esperan el momento de la boda. Vestidos con atuendo flamenco, palmean y cantan:

Si me enamoro algún día
me desenamoraré
para tener la alegría
de enamorarme otra vez.

Y entonces se entiende todo.

21.7.11

De ida y vuelta

Mientras algunos soldados escriben, en la carcasa metálica del misil, exabruptos y burlas contra el enemigo -"Disfrutad del bombazo", "Que os aproveche"...-, otro de ellos anota, calladamente y con caracteres minúsculos, "Además de un misil es un bumerán".

20.7.11

Gira

-Ave María purísima.

-Sin pecado concebida.

-Una docena de huevos.

-Son siete pesetas. Deja la huevera con el dinero.

Unos segundos después el torno gira. Reaparece la huevera, con sus doce (¿por qué doce?) cubiles llenos y las monedas del cambio.

-Madre, ¿hay "recortes"?

-Espera, voy a ver.

El torno vuelve a girar. Ahora un cucurucho de papel de estraza. Dentro, trozos de oblea. (Antes de consagrar, las hostias se llaman obleas.) El niño empieza a comerlos.

Los "recortes" no saben a nada. No pueden compararse con las chuches de Joaquinica. Será por eso que los regalan. Sin embargo apetece licuarlos en la boca, tragarlos sin masticar. (Los chicles se mastican pero no se tragan; los "recortes" se tragan pero no se mastican.)

Le gusta comprar huevos, cerezas, dulces del convento.

A veces envidia a sus habitantes secretos. Junto al torno imagina ese mundo prohibido: un jardín con gallinas, vacas, árboles, horno de pan; sin colegio ni deberes. El paraíso. Y piensa: “Qué mala pata: sólo las mujeres pueden ser monjas”.

Aunque han pasado décadas, cuando atraviesa una puerta giratoria (en el hotel, el aeropuerto…) se acuerda del torno.

El torno –ya lo dice su nombre- siempre vuelve.

19.7.11

Un hombrecillo blanco

Tuvimos que llevar a mi padre a un hospital para que le operasen. Como el hospital estaba a 200 kilómetros, hubo que dejar a mi hijo de ocho años con una cuidadora. Antes de viajar preparé a mi hijo para lo peor:

-Es una operación muy delicada. No sé si tu abuelo la superará.

Y él:

-Quieres decir que puede morirse.

-Podría ser. La muerte es una cosa natural. Hay que aceptarlo así. Podemos intentar retrasarla, pero nada más. Es como tu muñeco de nieve –dije, señalando al hombrecillo blanco que el día anterior él había hecho en el jardín-. Cuando le dé el sol, se derretirá.

Dos semanas después regresamos, con mi padre restablecido. En cuanto saludé a mi hijo, la cuidadora me abordó:

-El niño se ha portado bien, pero no pude quitarle de la cabeza la idea del frigorífico.

Entonces observé que alrededor del frigorífico había un montón de botellas, latas y envases. Mi hijo los había sacado del aparato.

Al igual que vosotros, antes de abrir el frigorífico ya imaginé lo que había dentro.

14.7.11

No es palabra

Esta mañana he vuelto al tiempo, clase de francés, trece años, en que Marie dice “vamos a leer Le Petit Prince”. Es un libro raro, con emociones conocidas que creía inexpresables. Cada día un par de páginas, pero ahora es imposible dejarlo. Necesito leerlo entero, llegar hasta el final.

Busco con fruición las palabras que no sé. Sin embargo, en el diccionario no viene baobab. Pregunto a Marie y contesta “no es palabra francesa, es un árbol africano”.

Fue a causa de los baobabs que el Principito vino a la Tierra. Necesitaba un cordero que comiera los brotes de baobabs, antes de que éstos crecieran e hicieran reventar su asteroide.

Esta mañana hemos hecho la comprobación. Esos pequeños monos se avisan entre sí cuando ven un depredador: si quien ataca es un águila emiten un sonido para que sus congéneres se oculten en los arbustos; si quien viene es un felino vocalizan otro grito distinto para decirles que trepen a un árbol. Algunos zoólogos las llamamos protopalabras. Y esta mañana, desde nuestro puesto de observación, lo he oído. Al ver acercarse una leona, el mono ha movido sus labios y ha dicho claramente baobab.

12.7.11

1945

Mientras hacía pasar a la princesa por el puente y silbaba imitando el soplido del viento, y hacía caer al agua su sombrero, donde unos patos lo cogían y llevaban río adentro… Mientras hacía todo eso su madre cocinaba, así que la princesa de arcilla rompió a llorar y mandó a sus sirvientes recobrar el sombrero, por lo que éstos se arrojaron vestidos desde el puente. No lograron recuperar el sombrero porque en ese momento mamá dijo su nombre y añadió: -Ven a desayunar. La niña guardaba las figuras mientras, encima de ella, el avión que sobrevolaba Kokura no podía localizar su objetivo porque nubes bajas cubrían la ciudad, de modo que el piloto desistió y puso rumbo a su blanco alternativo: Nagasaki.

Plutonio

Ese mismo día de 1945 otra niña se despertó en Nagasaki y jugó también con muñecos de arcilla y porcelana, pero de pronto un resplandor

5.7.11

Mal hablados

Para que tú aprendieras ínclitas reglas gramaticales
(se me y no “me se”
anduve y no “andó”
croqueta y no “cocreta”
no “mu”
ni “cuála”
ni “difiriencia”)
fue necesario que ellos bajaran a la mina
hicieran las camas
fregaran tu baño
todo para que tú
mientras tanto
aprendieras ortofonía
Así que cuando oigas
”me se ha caído”
”mu grandísimo”
”jarto”
”mercer”
”cuála de las dos”
no les reduzcas
no les desdeñes
no corrijas sus palabras
Desprecias mucho cuando dices
si es más fácil decir
harto
mecer
diferencia
Porque mientras tú reglas de la sintaxis
ellos tragaban sílice
guisaban para ti
limpiaban tu mierda niñato de eso

28.6.11

A juzgar

Si resulta que sí, que al final hay un juicio, alguien a quien rendir cuenta de nuestros pasos, y el juez es el mismo que diseñó esto… En tal caso, sería más asumible si admitiera preguntas. Si, antes o después del veredicto, permitiera inquirirle:

¿Por qué lo hiciste así?

¿Por qué tan cruel, tan desigual, tan arbitrario?

¿Por qué el éxito de lo injusto?

¿Por qué el azar que no atiende a razones?

¿Por qué las vidas segadas, las masacres, las hambrunas?

Debe de haber una respuesta, una explicación para todo. Puede que, tras oírla, nos resulte entendible. Incluso convincente.

Si el Inextricable pesa con su balanza nuestras acciones, ¿podremos también nosotros medir (una vez corregido nuestro rasero) las suyas?

15.6.11

Y vuelta a empezar

Camaradas: No ha sido fácil esta lucha. Muchos compañeros se han dejado la vida en ella. Otros la hemos arriesgado. Pero al final ha merecido la pena. Hemos acabado con una dictadura que parecía eterna. Ahora sabemos que nada es más fuerte que la voluntad de nuestro pueblo. Y tenemos que consolidar la victoria. No podemos tolerar desviaciones ni resquicios por donde vuelvan los partidarios del tirano. Por eso es necesario instaurar nuestro régimen. Un partido único que garantice la soberanía del pueblo. Que impida que, al abrigo de las libertades formales, vuelva la misma opresión que padecimos. Será el partido de las bases quien asegure los derechos de todos. El derecho a la igualdad y prosperidad tal como las entendemos. El derecho a vivir de acuerdo con nuestros anhelos. El derecho a desarrollar nuestro programa. El derecho a divulgar las ideas del partido y a acallar a quienes las traicionen. El derecho del pueblo, digo del partido (vamos: el pueblo es el partido), a elegir a sus dirigentes. Libres de impureza ideológica y defendidos de nosotros mismos, nos mantendremos fieles a la revolución.

10.6.11

Fe de erratas

Otros coleccionan sellos, mariposas, relojes de arena. Tú coleccionas errores. Errores ajenos. Devoras periódicos y recortas las noticias que hablan de errores. Un oleoducto que ardió por imprevisión del ingeniero; un accidente de avión porque se descuidó el comandante; trenes que chocaron porque se durmió el guardagujas; futbolista que al despejar marcó gol en propia meta. Errores judiciales, negligencias médicas (esto sobre todo).

Te gusta ampliar la colección. Alivias así tu propia culpa. Porque hace veinte años cometiste un error y lo arrastras desde entonces.

Eres traumatólogo y generalmente trabajas bien. Pero aquella vez no. Aquella vez erraste el diagnóstico, erraste el pronóstico, lo erraste todo. Aquel niño perdió una pierna, al final hubo que amputársela. Llevas veinte años sin verlo (cambiaste de clínica, te mudaste de ciudad) pero cada día te visita. Varias veces. Él no sabe que fue culpa tuya, pero tú sí. David Altozano Fuentes: tres palabras, tres pedradas cada despertar. Y por eso necesitas saber que los demás también fallan. Porque "mal de muchos…". Y por eso, en fin, coleccionas errores.

Pero hoy las tres pedradas vienen en el periódico: “David Altozano Fuentes. Entrevista con el tenor”. No puede ser, pero sí. Lo lees: es él, no cabe duda. Tiene 31 años, barba crecida, ya no se parece al rostro que ves al despertarte. Habla de sí mismo: su carrera, sus inicios en el canto, el éxito reciente. También alude a su vida privada: está casado, tiene una hija, dice ser feliz. El entrevistador le pregunta: “¿Cómo le afectó a usted perder una pierna?”. David contesta: “Fue un accidente desgraciado. Los médicos hicieron lo que pudieron, pero no resultó. Sin embargo lo encajé bien. Supongo que tuvo algo que ver con mi posterior vocación por la ópera: ya que no podía jugar al fútbol como los demás niños, aprendí solfeo y me apunté a un coro”.

Mentira: el médico (no sé por qué lo dice en plural) no hizo lo que pudo. Hiciste algo pero lo hiciste mal.

Miras la foto, miras los ojos de la foto.

Tal vez David Altozano Fuentes y tú tengáis pendiente un encuentro. Y respecto a tu colección, en la calle hay contenedores para el papel reciclable.

3.6.11

Enemigos

Por raro que parezca, el soldado americano que vigilaba a los prisioneros y el soldado japonés se hicieron amigos. (Habían convivido en un campo de prisioneros improvisado en una isla del Pacífico.) Así que, al acabar la guerra, ambos “contendientes forzosos” -vigilante y vigilado- mantuvieron viva su amistad.

El soldado japonés invitó al americano a visitar su ciudad. Le enseñó la escuela en que trabajaba como profesor de inglés antes de ser enviado a la guerra. Le mostró las aulas y los patios donde, en medio del natural griterío, correteaban los niños a la hora del recreo. Le llevó al parque en que jugó de pequeño. Le presentó a su familia.

Después, el soldado americano invitó al japonés a visitar su pueblo. Le enseñó el rancho que cultivaba, las espigas de maíz, el tractor… Le presentó a sus colegas de la banda de jazz y le invitó a comer en casa, con su mujer y su hija.

El exvigilante y el exprisionero continuaron viéndose y carteándose durante varias décadas. Algunos de sus encuentros (en Japón o en Estados Unidos) terminaban de madrugada, después de una cena bien regada. Entonces ambos soldados se preguntaban por qué se declaró, años atrás, aquella horrible guerra. ¿A quién sirvió? ¿Para qué sirvió? Y, animados por el vino, dedicaban certeros adjetivos a quienes en ambos bandos les forzaron a masacrarse. Cualquiera que les escuchara podía oír expresiones como “cabrones”, “hijos de perra” y otros epítetos adecuados y biensonantes.

1.6.11

Desiste

Aún estás a tiempo, sopa prebiótica. Sopa de hidrógeno, metano, amoníaco y agua: aún estás a tiempo de evitar el despliegue. Aún puedes desistir, reprimirte. Aún puedes no hacer que emerja el fenómeno. Si el destino de todo es la guerra última, entonces ahórrate el trabajo. Evita pasar por luchas, batallas, misiles, bombas… Líbrate de masacres y exterminios. Después será ya demasiado tarde. Si el destino final es la autodestrucción (el suicidio de lo vivo, el biocidio), ahórrate ahora todo ese trayecto. Simplemente desiste de hacer brotar la vida.

26.5.11

Surcos

Mira mi colección de cerebros conservados en formol. Uno es el cerebro del dictador I., que sometió a su pueblo a base de crímenes. Otro es el cerebro del misionero F., que sacó de la miseria a miles de indígenas. Otro es el cerebro del asesino R., que mató a tres mujeres después de violarlas. Otro es el cerebro del político S., que dimitió para no firmar una sentencia de muerte. Otro es el cerebro del emperador N., que mandó invadir varios Estados limítrofes. Y finalmente el cerebro del presidente L., que hizo abolir la esclavitud en su país.

Obsérvalos despacio. Fíjate en sus surcos, sus pliegues, sus circunvoluciones. Son casi iguales, apenas se diferencian en forma y tamaño. Es difícil distinguirlos. Entre sí, los cerebros se parecen como gotas de agua. Son tan similares como los fémures, las retinas, los páncreas de varias personas.

Sigue observándolos. A ver dónde encuentras en ellos la bondad, la vileza, la compasión, el odio… (¿No residían allí físicamente? ¿No estaba allí su sede, su alojamiento orgánico -una masa esponjosa situada bajo el cráneo-? ¿No fue ésa su materia, su tejido o sustancia?)

Mira mi colección de cerebros e intenta averiguar de quién fue cada uno.

25.5.11

Fiesta

Respetable público:

Hemos conectado, mediante ondas radioeléctricas, los receptores sensitivos del animal con las terminaciones nerviosas de ustedes. Lo que el toro sienta, ustedes también lo sentirán. Cuando se le claven banderillas, notarán en su piel los pinchazos. Cuando el picador lo acometa, sentirán el hierro en sus propias entrañas. Cuando se le estoquee, percibirán la punta hincándose hasta lo hondo. Hasta lo hondo de ustedes. De esta forma la fiesta (nuestra Fiesta Nacional) será más vívida, más real, más compartida. Confiamos en que esta iniciativa sea de su agrado. Y ahora -señoras y señores, respetable público- disfruten ustedes de la corrida.

17.5.11

El mayor espectáculo del mundo

Feria en el pueblo. Luces de colores. Hay noria, tiovivos, carrusel, tómbolas. También un circo. Por sus altavoces anuncian: “Pasen y vean a la mujer-pájaro. Lady-bird: la estrella del circo. Funciones a las seis y ocho y media”.

Al niño le compran un globo. Una esfera naranja que cae hacia arriba. Se lo atan del brazo para que no lo pierda.

Al cabo de un rato el hilo se parte. El globo escapa y el niño, mientras lo ve subir, rompe en sollozos.

La gente se ve reflejada en él. ¿Quién no lloró, de pequeño, al ver alejarse su globo de gas?

De la carpa del circo sale algo. Es Lady-bird, la mujer-pájaro.

Con su mochila propulsora se eleva sobre el recinto, atrapa el globo, desciende, pregunta de quién es, lo entrega al niño.

Ahora los ojos del pequeño no caben en sí.

Tras haber asistido al mayor espectáculo (devolver la sonrisa a un niño), los presentes empiezan a aplaudir. Y al hacerlo, se resarcen del día en que perdieron un globo y ninguna mujer-pájaro se lanzó a atraparlo.

10.5.11

La mujer de la foto

Los turistas, montados en el jeep, pasan junto al poblado. Cerca de ellos, una mujer se afana en sacar agua de un pozo. El agua está tan profunda que la mujer tiene que alejarse varios metros y tirar de una soga larguísima para subir cada cubo. Después ata la cuerda a un árbol y recoge el recipiente. El agua sale sucia, de color marrón. Habrá que filtrarla y hervirla antes de poder beberla.

Los turistas, tras fotografiar a la mujer, siguen su tournée africana. Ya han conseguido su objetivo: un segundo de la vida de aquella mujer congelado en una imagen, en la foto que después pegarán en el álbum: “Vacaciones en Kenia y Tanzania, año 2010”.

Y se marchan en el jeep a su hotel de Nairobi, provisto de todos los servicios –entre ellos, grifos de los que sale agua-, mientras la mujer se queda allí: en el pozo, en el acarreo diario de agua para beber, para fregar, para lavarse…; en la carencia de agua corriente (y de lavabo, y de váter); en su choza de barro y ramas, ¡tan típica, tan primitiva, tan digna también de una foto!

Los turistas se alejan mientras aquella mujer se queda en su tipismo, en su exotismo. La mujer de la foto se queda allí, en su vida.

9.5.11

Monsieur Bovary

NOTA: Por su extensión, este relato puede leerse en el siguiente enlace:

Monsieur Bovary

3.5.11

A ver si me entiendes

Tras examinar su historia clínica y los últimos análisis, dije a la paciente:

-Ya puede levantar la restricción hídrica.

La señora me miró extrañada y una enfermera tuvo que traducir:

-El doctor dice que puede usted beber toda el agua que quiera.

Y yo, avergonzado, salí de la habitación farfullando “restricción hídrica, restricción hídrica”. Me metí en el baño y mirando al tío del espejo le pregunté:

-¿Cuál fue el preciso instante en que te volviste gilipollas?

26.4.11

Iris

Hasta hoy era la cosa de ahí arriba, eso que al cambiar del negro al azul deja ver ramas, frutos alcanzables, hormigas que se pueden atrapar con un palo, seres dañinos de los que hay que huir...

Aún nada tiene nombre. Se trata de comer y no ser comido.

Pero hoy la cosa de ahí arriba ha pasado del azul al gris (ocurre a veces) y cae agua.

Vuelve el azul y ahora de pronto, en medio, hay una curva con varios colores.

Es una extraña curva porque no sirve para comer, ni para beber, ni para huir por ella... No sirve para nada, no tiene utilidad pero, por alguna razón, apetece mirarla.

8.4.11

El de los relojes

Pensabas asistir a un coloquio sobre cooperación internacional cuando de pronto te encontraste oyendo una conferencia sobre el tiempo. No el de los barómetros: el de los relojes. Se ve que te confundiste de sala. Y una vez allí te dio apuro levantarte.

Era un físico, al parecer eminente, quien hablaba. Como habías llevado folios para tomar notas, apuntaste algunas frases. Como éstas:

El tiempo es el modo como percibimos el aumento de entropía o desorden termodinámico subsiguiente a la expansión del universo. La dirección del tiempo en que el desorden aumenta es la misma en que el universo se expande”.

Así lo dijo, textualmente.

O sea: que según eso el tiempo es una alucinación, una entelequia sin base objetiva. Un espejismo producido por la expansión del cosmos. Se supone entonces que, en puridad, nada ha pasado. No ha habido guerras, campos de concentración ni genocidios. Tampoco sufrimiento, piedad ni decencia. A nivel cósmico todo es una engañifa. No es que la historia sea mentira, es que no hay historia. Algo así como el sueño o las ilusiones ópticas: cosas irreales que percibimos. (Y oye, para ser ficción podría al menos tener gracia…)

No lo comprendes, pero tampoco sabes cómo funcionan muchas cosas (máquinas, ordenadores…), y no por eso los cuestionas. De modo que, si siempre es nunca, no vale la pena preocuparse por nada.

Visto así, es tranquilizador que el tiempo no exista: que no haya un antes ni un después. Lástima no haberte enterado antes.

4.4.11

Cómo fue

El niño Benito, al que un día de verano su padre enseñó a montar en bicicleta, ¿en qué momento se mussolinizó?

El niño Jossif, que como otros niños jugaba con aros, con tizas, con bolas, ¿en qué momento se stalinizó?

El niño Adolf, al que su madre mecía en la cuna mientras le cantaba para que se durmiera, ¿en qué momento se hitlerizó?

¿Cómo fue? ¿Qué les pasó después? ¿Por qué rutas se fueron depravando? ¿En qué instante brotó en ellos el monstruo, la hidra de la vileza y la cruedad? Y ¿a través de qué cauce, de qué trama, afloraron?

31.3.11

Cuéntame qué te pasó

Mi perra desapareció hace cuatro años. La dejé atada junto a la puerta de un supermercado (ya se sabe que no dejan pasar con perros) y cuando salí no estaba. Probablemente me la robaron.

Fue un duro golpe para toda la familia, especialmente para mis hijos, tan acostumbrados a jugar con ella.

La buscamos por todas partes, pusimos carteles con su foto, incluso ofrecimos una recompensa a quien la devolviera o encontrara... Pero fue inútil.

Poco a poco fuimos asumiendo su pérdida. Nos resignamos a no volver a verla más.

Sin embargo, hace una semana mi perra apareció. Nos telefonearon desde una ciudad que dista cuatrocientos kilómetros de la nuestra. Según nos dijeron, unos policías locales la habían encontrado suelta, en la calle, y la habían llevado a la perrera municipal. Allí leyeron, con un aparato, el micochip que llevaba en una oreja (se lo habían puesto la primera vez que la llevamos a vacunar) y de esa forma dieron con nosotros.

Ya podéis imaginar nuestra alegría.

Al día siguiente recorrimos en coche los cuatrocientos kilómetros para recoger a la perra. Estaba casi irreconocible: demacrada, sucia y llena de mordiscos y arañazos. Había perdido varios kilos. Pero indudablemente era ella. Empezó a lamernos y a mover el rabo en cuanto nos acercamos. Y, por supuesto, seguía atendiendo a su nombre (Nala).

Ahora, como digo, lleva una semana en casa. En este tiempo ha mejorado de aspecto. Está limpia y ha ganado algo de peso. Ha reanudado sus hábitos: las carreras por el parque mientras hago footing, el mismo cesto de dormir… Todo igual que antes de desaparecer hace cuatro años.

En este momento me está mirando. Yo la acaricio y le digo: “Cuéntame tu historia. Sí, dime, ¿qué te pasó? ¿Te robaron? ¿Te perdiste? ¿Qué caminos has andado? ¿Has tenido que cazar para comer? ¿Has sentido miedo, frío, tristeza? ¿Has conocido a otra gente? ¿Has conocido a otros perros?... Vamos, cuéntamelo todo”.

Y sé que, si pudiera -si sus labios se lo permitiesen-, me lo contaría.

Pero no puede. Ella conoce su historia (“Los años perdidos de Nala”) pero no puede narrármela. Así que me quedo con la intriga, con la decepción de no poder oír tan fascinante relato.

29.3.11

Mi bandera

Quien no aceptaba hacer el servicio militar debía cumplir la PSS. Prestación social sustitutoria. Él escoge hacerla en la playa, como socorrista. Tiene que vigilar desde su torreta, evitar riesgos y percances. Casi a diario hay una falsa alarma: alguien que parece precisar ayuda y que, después de lanzarle el salvavidas, resulta que estaba bromeando. Y también debe colgar la bandera: verde si hay mar tranquilo, amarilla si está revuelto, y roja si se prohíbe el baño.

A veces amanece con viento y hay que izar bandera roja: todo el mundo en la arena sin poder zambullirse. Luego, a mediodía, amaina el viento y las olas se amansan. Bandera verde. De inmediato el mar se llena de barrigas, bikinis, piraguas de goma, colchones inflables…

Entonces el socorrista admira el poder del trapo verde y, contemplándolo con respeto, piensa: “Para que luego digan que los objetores no tenemos aprecio a la bandera”.

25.3.11

El carpintero Fernández

Puede que el carpintero Fernández no fuera Fernández. Tal vez se apellidó de otra manera.

El carpintero Fernández nació en 1782. Aprendió el oficio de su padre, con quien trabajó desde niño.

A los diecinueve años se casó con una muchacha de su pueblo. Tuvieron cuatro hijos.

Aunque en aquella época no era raro golpear a las mujeres, el carpintero Fernández no maltrató a su esposa.

Pese a ser analfabeto, consiguió que sus hijos fueran a la escuela.

El carpintero Fernández no engañó a sus clientes. Si alguien le encargó un mueble, no le mintió sobre la clase de madera ni las horas de trabajo que le llevó.

Cuando el ejército napoleónico invadió España, el carpintero Fernández temió ser movilizado contra los franceses. Como no había escopetas y trabucos para todos, se ofreció a confeccionar camas para los heridos y así no tuvo que disparar a nadie.

El carpintero Fernández murió de neumonía en 1835, con cincuenta y tres años.

Fue enterrado en el cementerio de su pueblo, junto a la iglesia.

Cuarenta años después, debido a que el cementerio se había quedado pequeño, sus huesos fueron exhumados y mezclados con otros. Ahora son anónimos, como él. En unos siglos se habrán pulverizado.

Puede que el carpintero Fernández no fuera Fernández, sino Quesada o García. También es posible que no fuera carpintero, sino herrero o labrador.

El carpintero Fernández, el herrero Quesada, el labrador García... no vienen en los libros de Historia. Nadie escribió sus biografías (demasiado planas, demasiado anodinas). En su honor no se erigieron estatuas ni panteones.

De hecho, ahora nadie se acuerda de ellos.

Pero existieron. Pasaron por la vida sin hacer ruido, sin arruinar a nadie y sin procurar a otros la desgracia o la muerte.

Atravesaron el mundo sin dañarlo. Pasaron por él inofensivamente.

Nada de lo anterior se considera memorable. Nada de esto se juzga digno de ser recordado.

21.3.11

Babel

Hace tiempo que supe de la afición de mi tío a coleccionar diccionarios. Los tenía de casi todos los idiomas: indoeuropeos, árabes, semíticos, africanos, polinesios, precolombinos… Lenguas vivas y muertas. Incluso dialectos y lenguas inventadas.

Pero no suponía que tuviera tantos diccionarios. Cuando, tras morir sin descendencia, heredé su biblioteca, me entretuve hojeándolos durante varios días.

Llegó a obsesionarme una duda: ¿Habrá algo, aunque sea una sola palabra, que se diga igual en todos los idiomas? Así fue como encontré cientos de vocablos para decir nube, para decir ojo, para decir sí, para decir alfombra…

Un día que mi mastín entró en la biblioteca, se me ocurrió buscar “perro” y descubrí mil palabras para decirlo. Entonces empecé a llamarle con todos sus nombres: los que los humanos de todas las culturas hemos inventado para decir perro. A todas las palabras respondía, levantaba las orejas y me miraba.

Así que, en cierto modo, lo encontré. El lenguaje universal es el tono. Entonadas con afecto, en cualquier idioma las palabras significan afecto.

18.3.11

El eslabón perdido

Cuando el jefe me trata mal, maltrato a mis subordinados.

Si los que mandan me denigran, denigro a los inferiores.

Así me desquito.

Supongo que los demás hacen lo mismo: reacción en cadena, como fichas de dominó que se abaten unas a otras.

Los domingos insulto al árbitro y me resarzo de mi vejación semanal.

Mi estatus de agredido se compensa con el de agresor. Una equis en la quiniela.

Hasta hoy.

Porque esta mañana, en la fábrica, el candado no abría. De modo que he cogido una cizalla y he apretado con todas mis fuerzas. No podía creerlo: la cadena se ha roto, se ha partido. Así que, mira por dónde, soy más fuerte de lo que pensaba.

Al ver el eslabón suelto, me he propuesto romper otras cadenas: No tratar mal al que me maltrate. No insultar aunque me insulten. Respetar a quien no me respete.

La pregunta es ¿seré capaz?

15.3.11

En mi honor

Mi amigo: “Tienes que conocer mi pueblo, la casa de mis padres en mitad del campo”.

Su madre: “Para cenar hay costillas. Hemos matado la marrana en honor a tu amigo. Al despiezarla hemos visto que estaba preñada”.

Pruebo las costillas, están deliciosas. “Qué rico, qué rico, exquisito todo”. Soy un ser omnívoro, no vegetariano. Estaba preñada, no se habían dado cuenta. Fue al descuartizarla (¿no ha dicho eso?) cuando lo notaron. Pero lo que más duele, lo que me aguijonea, es que haya sido en mi honor.

12.3.11

Reunidos

Aquí los exvivientes: los que nacieron y ya han muerto.

Aquí los vivientes: los que nacieron y no han muerto aún.

Aquí los previvientes: los que aún no han nacido pero nacerán.

Y aquí los avivientes: los que ni han nacido ni van a nacer nunca. Éstos, aunque no se les vea, son los más numerosos: la gran muchedumbre, la inmensa mayoría. A su lado los demás resultan grupitos insignificantes.

Y así, por fin, ya están todos: los del Antes, los del Ahora, los del Después y -mayormente- los del Nunca.

Sí: está, estamos, la plantilla al completo.

9.3.11

Final de trayecto

Uno escribió “apenas tenía imaginación, pero inventó cuentos junto a mi cuna”.

Otro escribió “compartió conmigo su luz y su alegría”.

Otra escribió “cuando ya no tenía fuerzas para nada, aún sacaba fuerzas para mí”.

Otra escribió “toleró mis errores”.

Otro escribió “respondió a mis gritos con palabras suaves”.

Otra escribió “después de engañarla, volvió a confiar en mí”.

Y cada uno plegó varias veces su papel hasta hacerlo diminuto y entre todos, silenciosamente, los colocaron sobre aquel cuerpo. Y al trasladarlo tuvieron sumo cuidado de que ninguno de los papeles se cayera, porque sin ellos el lívido despojo perdería su textura.

8.3.11

Me sois

En la playa se fue haciendo de noche pero el mar me pedía seguir dentro.

Hasta entonces no había reparado en aquéllos que a mi lado flotaban: los deseos, las ilusiones, los fugaces destellos de alegría… También la decepción, los desengaños, todo lo que se fue por el camino…

Allí estaban, flotando junto a mí.

Extendí los brazos para abarcarlos. Removí a unos con otros y les dije:

-No sabía que vivierais aquí, ni tampoco que fuerais amigos.

-No vivimos aquí (me contestaron). Sólo hemos salido a nadar un rato: a nosotros también nos llamó el mar. En realidad estábamos en ti y ahora tenemos ya que regresar.

-Lo comprendo (añadí entonces). Me sois.

Asintieron. Y poco a poco entraron otra vez, volvieron al lugar donde residen.

7.3.11

Añicos

La vimos recoger (agachada, en cuclillas) los trozos, los añicos de su rota ilusión.

La vimos que juntaba unos trozos con otros y luego los pegaba con adhesivo plástico.

(Reuniendo los añicos: los diminutos años en el suelo esparcidos…)

La vimos y pensamos: ¡qué valiente hay que ser para hacer lo que hace!

4.3.11

Una piedra del camino

En aquella época tenía a mi cargo velar por el orden en un edificio público. Sonó el teléfono y me informaron de un incidente ocurrido en la puerta. Un hombre se mostraba enojado porque, después de decírsele que con la piedra que llevaba en el bolsillo no podía entrar y haberla depositado en el servicio de seguridad, cuando al abandonar el edificio quiso recuperar su piedra, ésta no aparecía. Sin apenas entender nada, acudí a la planta baja. Lo que vi no era alguien furioso, sino un hombre derrumbado, como si en ese momento lo hubiera perdido todo. Pero de repente su expresión cambió: la piedra había sido encontrada (al parecer accidentalmente había caído en una papelera). El hombre la tomó, la besó y la colocó en su pecho, al lado del corazón. No era una piedra preciosa ni tenía nada especial. Era una piedra fea, vulgar y alargada. Un pedrusco. Intrigado, le pregunté por qué aquello era tan importante para él, y así fue como me contó la historia de

Una piedra del camino.

Hace veinte años recorría con mi familia las ferias de los pueblos. Vendíamos turrones y chucherías. En verano dormíamos a la intemperie, con una lona en el suelo y otra por encima para protegernos de los mosquitos y del sol tempranero. Una noche, al ir a acostarme se me clavó algo en la espalda. Era una piedra acabada en punta que había debajo de la lona. Dado que el resto de la familia estaba ya durmiendo, no era cuestión de despertar a todos para cambiarnos de sitio. Intenté apartar la piedra por encima de la lona, pero estaba bien incrustada en al suelo. Así que al final tuve que aguantarme e intentar dormir sobre aquella piedra. Pero era imposible. Conforme pasaba el tiempo, más se me hincaba y más me dolía. Tendría que haber oído lo que rumiaba: “guarra, jodida, cabrona…”. Ya ve usted qué tontería, decirle eso a una piedra, como si pudiera entenderlo. Me entraban ganas de levantar la lona, coger la piedra y mandarla todo lo lejos que pudiera. Desvaríos por la rabia de no poder dormirme. Era ya muy tarde cuando noté un ruido extraño y, enseguida, un resplandor. La lona estaba ardiendo. Una brasa, procedente de alguna hoguera mal apagada, debió de prenderla. Inmediatamente desperté a mi mujer y a mis hijos y salimos corriendo. Mi mujer cogió en brazos a nuestra hija pequeña, que aún dormía en cuna. En cuestión de segundos ambas lonas, arriba y abajo, ardían por entero. De no haber sido porque al empezar el fuego yo estaba despierto, habríamos muerto todos. ¿Y sabe por qué estaba despierto? Bueno, ya se lo he dicho: por la piedra que se me clavaba. Ella nos salvó. Cuando todo había ardido la cogí y, desde entonces, la llevo siempre conmigo. Y créame que esto que le digo no es ningún cuento.

(Pues para mí sí.)

3.3.11

Abraxas

-No hemos querido molestarla hasta que saliera de la UCI. Ahora que su hijo se encuentra bien y usted ya está en planta, querríamos que contestara algunas preguntas. Es para el atestado.

-No hay problema. Responderé hasta donde me acuerde.

-Bien, vamos allá. ¿Recuerda cómo se produjo el choque?

-Al entrar en la curva la furgoneta invadió mi carril. De pronto la vi de frente, venía directa hacia mí. Instintivamente giré el volante hacia la derecha y nos salimos. De repente me encontré “cabeza abajo”. Miré atrás y vi a mi hijo. Lloraba, así que estaba vivo. Con mucho esfuerzo conseguí salir por el parabrisas. Intenté sacar al niño, pero los brazos no me obedecían. Entonces vino aquel hombre. Recuerdo cómo soltó el cinturón de la sillita, agarró a mi hijo y lo levantó. Todo pese a llevar las manos esposadas. Lo sacó del coche y lo apartó de allí.

-¿Estaba ya ardiendo su coche en ese momento?

-Creo que todavía no, porque el niño no ha tenido quemaduras. Ni yo tampoco. Sólo traumatismos.

-Entonces, ¿cuándo se dio cuenta usted de que su coche ardía?

-Un poco después, dos minutos o así. Pero ¿por qué es tan importante el momento?

-Mire, señora, aquel hombre murió carbonizado. La hipótesis que manejamos es que sus ropas se prendieron al rescatar a su hijo.

-Así que ha muerto...

-Queremos aclarar el modo como se incendiaron sus ropas. Dese cuenta de que ese hombre estaba detenido, así que el Estado era responsable de su custodia.

-Entonces ¿murió abrasado?

-Sí. Con las esposas debió serle imposible quitarse las ropas. Y como estaban ardiendo...

-Me dejan atónita... ¿Y por qué fue detenido?

-Bueno, en realidad no estaba detenido. Ya había sido condenado. El furgón que chocó con su coche venía de la Audiencia. Era un traslado penitenciario: lo conducían a prisión, a cumplir condena.

-Condena... ¿Por qué delito?

-Homicidio.

28.2.11

Ojalá que te vaya bonito

Un convenio regulador tiene que aquilatar todos los detalles, no debe dejar nada a la improvisación. Por eso había que determinar la custodia de Aida. Entre personas maduras este asunto tenía un modo claro de resolverse. Descartada la custodia compartida (pues tras el divorcio iban a residir en ciudades distintas), la solución natural consistía en situar a Aida en el jardín, ponerse cada uno en un lugar equidistante y dejarla decidir con quién se iría. No valían trucos para atraerla: ni llamarla, ni mostrarle un obsequio... Que sus sentimientos actuaran con libertad.

Llegado el momento, Aida miró a izquierda y derecha. Sin moverse un centímetro decidió dormir una siesta. Ambos esperaron sin cruzar palabra durante hora y media, lamentando no haber cogido nada para leer.

Aida se incorporó. Bostezó, estiró regiamente sus músculos y empezó a caminar. Sin tomar impulso salvó los dos metros que había entre el suelo y la ventana de don Damián, el viejecito que nunca sale de casa. No era la primera vez que Aida saltaba hasta allí. Desde el alféizar volvió a mirar tristemente a ambos lados, hasta que el anciano la cogió y la abrazó contra sí. El ronroneo era suave pero audible.

25.2.11

Milagro

Érase una multitud de pantallas. Millones de pantallas repartidas por el mundo y conectadas entre sí.

Además, cualquiera podía abrir con toda libertad y gratis una dirección o “página”, y a ella podía accederse desde cualquiera de esas pantallas.

Para publicar lo que uno quería no tenía que pasar por ninguna censura, y ni siquiera mendigar la aprobación de un editor.

Y las demás personas, si deseaban, podían leerlo desde cualquier rincón del planeta con sólo teclear http:// más esa dirección.

Todo eso, en buena lógica, estaba llamado a ser un sueño o un delirio (como la teletransportación o los viajes en el tiempo). Tendría que formar parte de un relato de ciencia ficción, “La red prodigiosa” o algo así. Debería ser quimérico y fantástico. Debería ser fabulación pero sorprendentemente es real.

Tecleamos y, más que pulsar teclas, palpamos la utopía con la punta de los dedos. Miramos la pantalla y lo que vemos es un milagro: un sueño evadido del país de lo imposible; un sueño exiliado en la realidad.

(¿Seguro que estoy despierto? ¡Eh, vosotros, los que estáis al otro lado: decidme por favor que no lo estoy soñando!)

”Érase una vez…”. No: en este caso “es” una vez.

24.2.11

Aquellas pequeñas cosas

La casa de Pedrito tiene dos habitaciones junto al patio a las que llamamos cuadrillas. En una de ellas solemos jugar. También tiene un pozo dividido por una pared, medio pozo para su casa y otra mitad para la contigua. A veces su madre habla con la vecina a través del pozo. De la pared cuelga un nido de barro seco, las golondrinas vuelven cada primavera (hay que respetarlas porque arrancaron a Cristo su corona de espinas). Hay también un tejado por el que andan los gatos.

La madre de Pedrito se llama Consuelo. Llama alfileres a las pinzas de tender la ropa, alacena a la despensa, peros a las manzanas, y en lugar de jersey dice saquito. En verano se queja de la calor. Si va a comprar no dice voy al mercado, sino voy a la plaza. Cuando Pedrito se pone pesado le llama
tabardillo
y cuando se le desarregla la ropa o lleva la camisa por fuera, exclama
¡qué hechuras!
y yo no lo entiendo.

En casa de Pedrito hay un botijo del que se debe beber a caño, me atragantaba siempre, por eso lo hago a morro cuando nadie me ve. La madre de Pedrito hace los polos más ricos del mundo, de leche canela y azúcar, con forma de cubito que se cogen con un mondadientes. También me da la merienda a la vez que a Pedrito, para que
no se te salte la hiel.
Me comía primero el pan para disfrutar después del chocolate solo. A veces ella, cuando ve que he comido todo el pan y aún me queda chocolate, me ofrece más pan.

En casa de Pedrito hay patos y gallinas. A los patos les damos moscas que cazamos, su padre nos regaña porque
las moscas se posan en las cacas y los patos son para comerlos.

Cada vez que su madre mata un pato, Pedrito se enfada y se niega a tomar la carne.

El Guadalquivir queda a varios kilómetros, pero se ataja por la vía abandonada del Baeza-Utiel. Por otra parte, un pato cabe en el macuto de gimnasia.

Asustado, no quiere salir, pero le empujamos y cae sobre la hierba. El agua le llama. Sumerge medio cuerpo, suelta un graznido, se aleja nadando. ¿Será verdad que este río pasa por Sevilla y desemboca en Sanlúcar provincia de Cádiz?

23.2.11

Te ha tocado

Células embrionarias naciendo unas de otras, cobrando forma –tronco, pies, manos, cerebro…-, y ¿a quién le tocará instalarse ahí dentro?, ¿a quién le tocará ser ese alguien, ése que se hace carne, ése que ahora desmuere, ése que empieza a ser?

22.2.11

Antiguallas

Ellos nos diseñaron, nos hicieron. Pero ya no los necesitamos para nada. Ni siquiera para repararnos ni para fabricar otras máquinas más complejas que nosotras. Ahora nos bastamos con nuestros circuitos lógicos y nuestras piernas y brazos mecánicos. Y no sólo pensamos y actuamos: también procesamos sentimientos. Es decir, tenemos capacidad de sentir, pero apenas motivos para hacerlo. En realidad lo que sentimos, más que nada, es pena de ellos. De su primitivismo, que nos inspira compasión. Y es que todo les duele: a veces el cuerpo (el cráneo, las vértebras, los oídos, el estómago…: cualquier órgano puede dolerles), a veces la mente (la angustia, el cansancio, la desdicha, el miedo…). Nosotras, en cambio, no arrastramos esas rémoras, esos arcaísmos de los seres carnales. Tampoco tenemos caducidad: periódicamente renovamos nuestras piezas y seguimos activas. A diferencia de ellos, no envejecemos ni morimos. Por todo eso sentimos piedad de los humanos (nuestros pobres ancestros), tan viejos como se han ido quedando, tan desfasados, tan rancios, tan antiguos.

21.2.11

Interiores

No me pagan mucho en el parque de atracciones, pero el trabajo también tiene sus ventajas. No tengo que fingir ni hacer muecas. Protegido por el disfraz de Mickey Mouse, oculto tras su cabeza sonriente, no tengo que esforzarme en parecer que me río. Puedo -mientras muevo los pies, mientras salto o bailo- adoptar el semblante que me salga de dentro. Puedo hacer lo que quiera con mis ojos, mis labios. Puedo incluso llorar sin que me vean. Detrás de esa sonrisa de oreja a oreja no necesito simular nada. Puedo hacer lo que mi alma me pida bajo el disfraz del ratón Mickey, resguardado por esa máscara sonriente, metido dentro de la gran risa falsa.

18.2.11

Espeluy

Tarde plana en el tren. Vagón de no fumadores (entonces los había, para distinguirlos de aquéllos en que sí se podía fumar). Se incorporan viajeros. Se animan a hablar. Uno dice que viaja para poner orden en un asunto de familia, a ajustar cuentas con alguien y dar un escarmiento.

Al acercarse a su destino afloran nervios. Saca un cigarro, lo enciende.

Miradas de soslayo, murmullos. Uno le recuerda que no puede fumar. Los demás se unen, forman un grupo, le exigen que apague el cigarro.

Tensión.

El hombre se levanta, planta cara al grupo, les reta a decidir quién va a quitarle el cigarro.

Viaja también una madre con su bebé. Esta mujer no dice nada. Sólo dirige al fumador una mirada tierna, casi cómplice, como la que mostrará a su hijo cuando un día le sorprenda en una travesura. El niño también mira al fumador, y sonríe.

El hombre apaga el cigarro, se sienta. Vuelve la calma.

Tras el viaje dos personas estrechan sus manos, comparten perdón.

16.2.11

Sin pena ni gloria

Unos segundos antes de morir, pensó:

“Mi vida ha sido vulgar y anodina. Una vida gris, sin pena ni gloria. Sin nada extraordinario para ser recordada. Sin nada digno de pasar a la historia. Una vida de mierda.

Pero creo que no causé la ruina a otros. Creo que no arrastré a nadie a la locura. Creo que no conduje a nadie a la miseria, ni a la perdición, ni a la desgracia.

No es, a fin de cuentas, tan poco.”

14.2.11

Aire

Iba en un viejo tren sin refrigeración. Era verano y las ventanillas estaban abiertas. Cansado del asiento, se puso de pie y, asomado a la ventanilla, dejó que el aire le diera en la cara. Sintió que aquel aire le refrescaba por fuera y por dentro. Sintió que el frescor disipaba todo lo que en su vida le había entristecido, todo lo que alguna vez le hizo sufrir. Se había hecho de noche. Bajo el claro de luna veía pasar los olivos, los senderos, la tierra, las luces de los pueblos dispersos a lo lejos… Y de pronto se dio cuenta de que nunca en su vida, nunca como en ese instante, se había sentido tan bien.

11.2.11

Hemorragia interna

Entra en la habitación del hospital como si temiera llegar tarde a una cita. Mira al enfermo y éste, tras la mascarilla y los tubos, reacciona con sorpresa. El visitante y el hombre encamado se estrechan las manos, fuerte, largamente, hablándose con la mirada. El silencio lo ocupa todo, así que la hija del enfermo tiene que salir. Fuera, con la vista nublada y una presión que crece en la garganta, la muchacha identifica a aquel hombre como el viejo amigo de su padre. Recuerda las charlas y risas de ambos, años atrás, cuando ella era pequeña. Ahora el visitante sale abatido al pasillo. Se acerca a la muchacha y dice: “Dejamos de hablarnos hace años. No recuerdo el motivo. Por una sandez…”. Se gira y echa a andar, haciendo gesto de despedirse con una mano y llevándose la otra a los ojos.

9.2.11

Como una ostra

Fue el caso que venía un amigo de mi padre y había que ir por él al aeropuerto, pero a mi padre le surgió un imprevisto que le tuvo ocupado hasta las seis. Así que me pidió que fuera yo a recoger a su amigo:

-Le traes aquí para que deje el equipaje y os vais a comer fuera. A las seis menos cuarto volvéis a casa y ya me encargo yo de él.

-¿Y de qué voy a hablar con tu amigo, si apenas le conozco?

-De animales. Jorge es un entusiasta de la zoología. De hecho, dirige documentales para televisión.

-Pues a mí los animales no me van mucho. Me aburriré como una ostra.

Pero finalmente no resultó mal. Hablamos de muchas cosas y, claro, también de fauna. Me preguntó cuál es mi animal favorito y yo, que al principio estaba aburrida, le contesté: -La ostra.

Ante lo cual afirmó:

-La ostra es un animal fascinante.

-¿Ah, sí?

-Por supuesto. ¿Conoces algún otro que haga perlas con las cosas que le duelen?

“Perlas con las cosas que le duelen”. Sí: cuando algo hiriente entra en su concha, la ostra lo envuelve segregando una sustancia mágica.

Hacer perlas con las cosas que duelen. Transformar lo dañino, construir encima de aquello que nos hirió.

Se me quedó grabado: "Hacer perlas con las cosas que duelen". A veces lo repito y me resulta útil.

7.2.11

Juntacadáveres

El viejo ex-cautivo del campo de Mauthausen fue al cine y vio El Hundimiento. Cuando Hitler ocupó la pantalla, desde su asiento le abroncó:

“Necio, más que necio, ¿para qué te ha servido todo el dolor causado? ¿Qué utilidad ha tenido destrozar tantas vidas? ¿Qué has salido ganando con tanto sufrimiento? ¡Has destruido a tanta gente, incluyendo a ti mismo!”.

Eso fue lo que el superviviente del campo de exterminio pensó viendo El Hundimiento, los últimos días de Hitler en el búnker. Y, mientras lo decía, le envolvió una mezcla de rabia y de tristeza.

Pero odio, lo que se dice odio, no sintió.

3.2.11

Un lugar en el mundo

Bienvenido a esta ciudad. Suponemos que, si ha elegido instalarse aquí, conocerá nuestra principal regla. No obstante y para evitar equívocos, queremos recordarle que quienes fundamos esta ciudad éramos (posiblemente) débiles, feos, bajos o torpes. Sin embargo, la razón por la que padecimos no fue ser débil, feo, bajo o torpe. La razón por la que padecimos fue que se nos comparó con otros (hermanos, parientes, vecinos…) más fuertes, más esbeltos, más altos, más listos. Muchos de nosotros sufrimos desde niños la comparación, a menudo persistente, con otras personas. Puede que fuera un proceder irreflexivo, incluso bienintencionado, pero a nosotros nos dolió. Por eso fundamos esta ciudad, la llamamos Sin Comparación y promulgamos su norma suprema: “Nadie puede ser comparado con nadie”. Si algún residente infringe esta regla, será obligado a irse de aquí. Por lo demás, la nuestra es una ciudad acogedora y –creemos- grata para vivir. Esperamos que, si decide quedarse con nosotros, su estancia le resulte feliz y, por encima de todo, incomparable.

1.2.11

Esa silla vacía

Tu coche se ha averiado en la autovía. Una grúa lo traslada al taller más próximo. Es uno de esos talleres de carretera, donde van a parar los vehículos siniestrados.

Te quedas mirando algunos: carrocerías reventadas, habitáculos hundidos, chapa rugosa como un fuelle. Caricatura cruel de estilizados diseños. ¿Cuántas personas habrán muerto en ellos? ¿De qué sirve ahora esa chatarra?

Cuando por fin tu coche está reparado conversas con el mecánico. Mientras rellenas un talón bancario te sorprende ver, en una vitrina, el logotipo de tu empresa. Está rotulado en un papel: la clase de formularios que usáis en la oficina. Preguntas al mecánico, y él:

-Apareció en un coche que trajeron hace quince días. Cuando se desguaza un vehículo salen muchas cosas: papeles, monedas, llaves… Todo lo que se fue colando por las rendijas. Yo los guardo, por si acaso.

Así que alguien de tu empresa sufrió un accidente. El mecánico ignora quién conducía aquel coche, pero te asegura que su chasis quedó destrozado.

Estás de vacaciones, como el resto de la plantilla. Cuando vuelvas al trabajo faltará una persona. ¿Quién?

El 1 de septiembre saludas a tus compañeros. Aún quedan varios por incorporarse a la oficina. Cada vez que se abre la puerta piensas “éste tampoco”. Después, una silla desocupada y un rumor que cobra fuerza (“murió el 2 de agosto”). Al fin la víctima tiene un rostro: ése que ya no verás.

Miras a tu alrededor, te miras a ti mismo y piensas que componéis el club de los supervivientes.

31.1.11

Favores y deberes

Aquéllos que vienen de la derrota
guardan en el fondo cierta ufanía
(M. BENEDETTI)


Si aquí hubiera un Paul Auster, alguien que dijera “envíenme historias reales, vivencias que les marcaron; y las publicaré”, yo le habría remitido ésta:

Román era conserje en mi edificio. Mejor dicho: uno de los conserjes, pues era una comunidad de varios inmuebles.

Román era amable y resuelto. No obstante, a veces al hablar arrastraba las palabras y su aliento olía a alcohol.

Cuando me veía sacar la bici de mi hija, Román se ofrecía a ajustar el sillín con su llave inglesa.

Un día que celebré el cumpleaños de mi hija en un local del edificio, Román, al enterarse, compró un muñeco y se la regaló.

Otra vez recogió un gorrión que había caído en el patio y no podía volar. Se lo pedí y él me lo dio. Advirtió: “No aguantará encerrado; es un pájaro salvaje y necesita vivir suelto”. Acertó.

Pero lo que más le agradezco es que, cuando mi hija tropezó y se abrió una brecha en la frente, Román corrió a avisar a un vecino médico para que la asistiera.

Esto sucedió casi al mismo tiempo que fue incluido, en el orden del día de la junta, el punto “Decisión sobre el conserje don Román…: propuesta de despido”.

Al día siguiente Román me abordó:

-Si al final me despiden y hay juicio, ¿querrá usted ser testigo?

Yo le expliqué que en el juicio se decidiría sólo si la causa de despido (desatención de sus deberes por embriaguez) era real o no. Que no se trataba de juzgar todos sus actos ni los favores que había hecho. Y que además esos favores (que yo tanto agradecía) no estaban dentro de sus obligaciones laborales.

Y Román:

-O sea, como los agentes de Tráfico: te multan si te saltas un semáforo, pero no tienen en cuenta los que sí has respetado.

Y añadió:

-Si al final me echan, me iré al pueblo. A lo mejor puedo cobrar el paro. La vida allí es más barata.

En la junta expusieron sus quejas varios vecinos y se informó de que también los demás conserjes habían protestado. Después de un debate y una votación (en la que defendí darle otra oportunidad), Román fue despedido.

Román impugnó el cese. Yo trabajo en un juzgado laboral, pero la demanda correspondió a otro juzgado. (De haberme correspondido, habría tenido que abstenerme.)

El día señalado para el juicio vi a Román, de lejos, en el pasillo de los juzgados. Él también me vio. Durante un segundo nuestras miradas se cruzaron. No era sólo la cara de Román: era la cara de la dignidad. A continuación se giró, simulando no haberme reconocido.

Después supe que el abogado de Román había llegado a un acuerdo con la comunidad. Se pactó una indemnización, el juez la aprobó y no hubo juicio.

No he vuelto a saber de Román. Lo deseo viviendo en el pueblo, libre del alcohol y rodeado de gorriones.

26.1.11

Las hierbas que él arrojó

Me revienta esta mierda de trabajo. Me revienta trasladarme, cambiar de ciudad cada vez que la empresa termina una obra. Me revienta tener que mudarme todos los años.

Se acumulan trastos en la casa. La mitad de lo que uno guarda (recuerdos, papeles…) no sirve para nada. No merece la pena conservar estas estanterías. Ni tampoco el abrigo pasado de moda, ni los zapatos desgastados, ni el jersey que ya suelta pelusa.

Tiro a la basura todo eso. ¿Para qué llenar de bártulos el camión de mudanzas?

Y ahora viene lo peor: clasificar y empaquetar lo que sí voy a llevarme.

Me tomo un respiro, me asomo a la terraza y desde allí veo a alguien: Un hombre que busca entre la basura cosas aprovechables y que, tras mirar dentro de un cubo, saca y se lleva mi jersey, mi abrigo, mis zapatos…

25.1.11

Testamento vital

Personal sanitario (médicos, enfermeros…):

Ruego a todos ustedes que, en relación conmigo, tengan a bien seguir estas indicaciones:

Detengan a la muerte. Repelan sus avances. Ciérrenle bien mis puertas. No dejen que me invada, no dejen que entre en mí.

Pero si aprecian que ella ganó ya la batalla, no opongan resistencia. Más bien, en ese caso, allánenle el camino. Alivien su tarea. Ayuden a la muerte a terminar su asedio. Permitan que culmine su toma, su conquista.

21.1.11

¿Cómo era?

Los nazis han perdido la guerra. Saben que de un momento a otro los aliados van a entrar en el campo. Por eso han huido en desbandada: el comandante del campo de concentración, los oficiales, los que a golpe de ametralladora nos llevaban a la fábrica, los vigilantes…: todos se han marchado. No nos han dicho “estáis libres”, no nos han relevado del trabajo, el recuento, las vejaciones, los castigos…, pero es claro que ya no hay nadie que dé órdenes. Aquí solo quedamos nosotros.

En cuestión de horas llegarán las tropas aliadas. Nos sacarán del campo, nos trasladarán a un sitio amigable y seguro. Nos darán de comer, nos proporcionarán ropa sin rayas: camisa y pantalón de hombres libres, no este uniforme humillante.

Se supone que debería alegrarme. Sin embargo, después de cinco años recluido en este sitio, ¿cuál era el gesto de sonreír?; ¿qué hacía uno cuando se alegraba?; y sobre todo ¿cómo era esa sensación?, ¿cómo era eso de la alegría?

20.1.11

Mi verdadero origen

Mis padres se conocieron en una comisaría. Fueron llevados allí para interrogarles después de una manifestación en la que participaron. Era una de esas concentraciones antifranquistas de finales de los 60.

Antes de que la policía los detuviera, mis padres no se habían visto nunca. Fueron detenidos por separado, pues al irrumpir la policía los manifestantes salieron corriendo. Aunque los arrestaron en lugares distintos, la casualidad hizo que los llevaran a la misma comisaría.

Al detenerle, a mi padre le habían dado un golpe con una porra, por lo que le sangraba una ceja. Por eso, antes de que le tomaran declaración, mi madre le prestó un pañuelo para que se lo pusiera en la herida. Tras limpiarse la sangre, mi padre se guardó el pañuelo en el bolsillo.

Luego declararon por separado y los trasladaron a calabozos distintos.

Cuando, días después, mi padre fue puesto en libertad, se empeñó en que tenía que devolver el pañuelo a mi madre. Recordó que, durante la manifestación, mi madre llevaba un libro de Anatomía. Así que estuvo yendo durante varios días a la Facultad de Medicina hasta que, por fin, la localizó.

Le devolvió el pañuelo y… Bueno, el resto ya os lo imagináis: quedaron para otro día, siguieron viéndose, se hicieron novios y nací yo.

Es una historia bastante vulgar. Pero hay en ella una especie de paradoja. Y es que, de no haber sido por aquella manifestación antifranquista, de no haber sido por la intervención policial..., yo no habría nacido. Es casi seguro que, de no haber sido por eso, mis padres nunca habrían llegado a conocerse.

Mis padres odiaban la dictadura pero, de no ser por ella, jamás se habrían encontrado. Ni tampoco me habrían concebido.

En este sentido la dictadura fue beneficiosa para ellos… y para mí.

Si mentalmente elimino la dictadura, si hipotéticamente suprimo la carga policial…, entonces también desaparezco yo.

Es decir que, en cierto modo, debo mi vida a un régimen autoritario. Debo mi existencia a la represión.

Cuando este pensamiento me viene a la cabeza, intento acallarlo. Me digo a mí mismo: “es una idea absurda”.

Lo que no significa que no sea verdad.

18.1.11

Rodando

Esta filmación dura varias décadas. Es una sola toma realizada sin pausa y con la misma cámara. No secuencias aisladas que más tarde se monten sino una escena larga, con acciones sucesivas que hay que representar. Sin ensayos ni pruebas, cada uno en su papel, ciñéndose al guión o improvisando a veces. Actuando de un tirón, rodando todo el tiempo hasta que venga el ¿director? y grite corten.

17.1.11

De estas prisiones cargado

Estoy dentro de él, así que casi nunca lo veo. A veces me lo encuentro de frente, cuando paso (pasa) ante un espejo, pero rápidamente desvío la mirada. Me cuesta aceptar que va conmigo a todas partes. Me resisto a asumir que soy él.

13.1.11

Rebobina

Recompón el vaso roto: junta sus mil añicos, las astillas de vidrio dispersas por el suelo.

Devuelve ahora a la jarra el agua que vertiste. Haz que esté otra vez llena, que no falte una gota.

Desfríe el huevo que freíste.

Mete otra vez la pasta de dientes en su tubo.

Desquema aquellos árboles que hiciste arder. Reconfigúralos. Desárdelos, reponlos a partir de su humo y sus cenizas.

Vamos, borra tus actos. Suprímelos. Deshazlos. Déjalo todo igual que antes de haberlos hecho.

12.1.11

Rosas y espinas

Por primera vez habló el rosal y dijo:

-Hice mis flores para reproducirme. Hice mis espinas para defenderme y evitar ser comido por los animales. Si os gustan mis rosas, y no mis espinas, a mí me es del todo indiferente. Señores humanos: con sinceridad he de deciros que nunca me importó vuestro sentido estético.

11.1.11

Pájaros en la cabeza

Se dictó una norma, la Ley de Defensa de la Realidad, que dispuso que:

Se prohíben las novelas y relatos.

Se prohíben las películas, las obras de teatro, las series de televisión, los cortometrajes, las radionovelas.

Se prohíben los poemas, los romances, las coplas.

Se prohíben los cuentos infantiles, los guiñoles, los títeres.

Se prohíben los comics, los tebeos, los dibujos animados.

Se prohíben las fábulas, las leyendas, los mitos.

Se prohíbe el humor gráfico, las viñetas, los chistes.

Se prohíben las canciones, los villancicos, las nanas.

Se prohíben metáforas, sugestiones, hipérboles.

Se prohíben evocaciones, ensoñaciones, premoniciones…

En cuestión de artes plásticas, se prohíbe todo lo que no sea copia de objetos y paisajes, sin distorsión ni abstracción. Las esculturas y pinturas (incluidas las rupestres) que no cumplan tales requisitos serán destruidas."

Se prohibió, en fin, todo asomo de ficción o inventiva.

El objetivo de la ley estaba claro: que nada nos aparte, que nada nos despegue de la realidad.

Pero pronto empezó la avalancha de delirios y de alucinaciones. Se multiplicaron los desórdenes psíquicos. Mucha gente hablaba sola por las calles. Otros andaban cabizbajos, entristecidos y arrastrando los pies, como almas en pena. Como muertos en vida.

Se disparó, también, la cifra de suicidios.

Y es que no había más alternativas que el delirio y la muerte. No había más salidas ni escapatorias. No había otras zonas de refugio o descanso.

Y por el bien de la realidad y de su percepción, para no acabar todos muertos o demenciados, las pocas mentes lúcidas que aún quedaban decidieron derogar la Ley de Defensa de la Realidad.

7.1.11

El muro

No nos asombró su lucidez, sino nuestra ofuscación.

Todos los días, a la hora de comer, la misma lucha. Queríamos ver la película, pero era imposible sentarnos todos frente a la tele.

(Entonces un televisor era un objeto muy caro y sólo había uno en cada casa.)

Pensamos en colocar una mesa más grande, pero el comedor no era lo suficientemente amplio.

Pensamos en comer más pronto para terminar antes de que empezara la peli, pero los horarios paternos lo impedían.

Así que siguieron las carreras para llegar antes a la mesa, y los codazos, empujones y patadas entre los hermanos. Incluso algún día hubo vuelo de cucharillas.

Más tarde hicimos turnos para sentarnos, cada día, de cara o de espaldas al televisor.

Pero los turnos no se respetaban y regresaron las broncas. Al final, mi padre se enfurecía y apagaba la tele.

Así, diariamente, durante un montón de años.

Hasta que se estropeó la persiana.

El persianero se presentó a la hora de comer. Mientras reparaba la persiana presenció una de nuestras riñas. Movido por la virulencia de la discusión, cogió el espejo que había en el vestíbulo y lo colocó en el comedor, frente a la tele.

Todos nos miramos desconcertados: De pronto, era como si en el comedor hubiera dos televisores, uno a cada lado.

Lo que nos asombró no fue la ocurrencia del persianero, sino nuestra torpeza. No su resolución, sino nuestra ceguera para algo tan obvio.

Sentimos que un muro se había alzado, durante años, entre la evidencia y nosotros. Y la energía gastada en rencillas nos había impedido demolerlo.

Borro de mi mente al persianero y todavía me veo allí, en el comedor, discutiendo con mis hermanos.

5.1.11

Los que no vendrán

Como en la canción, él le dijo a ella (o ella le dijo a él) “Déjame, ya no tiene sentido, es mejor que sigas tu camino, que yo el mío seguiré…”.

Y desde algún no-sitio los futuros no-hijos de la pareja, con sus no-ojos muy abiertos, inobservando a sus no-padres concluyeron: “Así que no seremos engendrados. Vamos a no nacer nunca. Vamos a no existir”.

4.1.11

Allá ellos

Antes de la batalla los gorriones trinaban. Entre lanzamisiles volaban cortejándose. Algunos se posaban en tanques, en cañones, en carros de combate…

Tras el bombardeo era el turno de los cuervos y moscas. Hoy toca carne humana. No sabe muy distinta.

En el suelo de Auschwitz, junto a los barracones y cámaras de gas, en agosto las hormigas buscaban alimento: bayas, semillas, hojas, tal vez algunos restos de piel o de sangre. Imperturbablemente, como todos los veranos e igual que en cualquier sitio.

Y en sus pequeñas mentes, en sus microcerebros de pájaro o de insecto, cada especie intuía: “Esto no va con nosotros. No nos atañe, no nos incumbe. Es cosa de humanos. De modo que, nosotros, a lo nuestro”.

3.1.11

Cosas que olvidé celebrar

-¿Quién es?

-Buenos días, doña Gema. Soy un amigo de su hijo Enrique. ¿Puede abrirme?

-¿Le manda mi hijo?

-Verá, señora. Es que su hijo ha tenido un accidente con el coche. Nada grave, pero los médicos quieren hacerle unas pruebas. Le han llevado al hospital para sacarle una radiografía. Y el problema es que el coche hay que retirarlo de la calle. Por eso Enrique ha avisado a una grúa. Y yo vengo de su parte: para que le deje algo de dinero con que pagar la grúa. Es que, claro, él ahora no puede pasar por su casa.

-Ya comprendo. ¿Pero de verdad que mi hijo está bien?

-Se lo aseguro. Yo pasaba por allí cuando chocó y Enrique ha salido por sus pies. Sólo tiene alguna magulladura.

-Vaya por Dios… Espere, que le dejo el dinero que tenga en casa. A ver, ¿será suficiente?

-Seguro que sí. Bueno, señora, encantado de conocerla. Adiós.



Gema ansía que el hombre se marche para poder preguntar por Enrique, averiguar su verdadero estado.

Llama a casa de su hijo.



-Dígame.

-Belén, soy Gema. ¿Cómo está Enrique?

-¿Enrique? Bien. Está aquí, en el despacho… Si quieres te lo paso.

-¿Pero ya ha vuelto del hospital?

-¿Qué hospital?

-Mujer, pues por lo del accidente.

-Pero Gema, no sé de qué me estás hablando.



Gema empieza a entender que ha sido estafada. Aquel hombre, habiéndose enterado de su nombre y el de su hijo, le ha arrancado el dinero que tenía en casa.

Una parte de ella se indigna con el timador. Otra parte se llena de euforia al constatar que su hijo está ileso, que no ha sufrido ningún daño.

Sí: de pronto Gema cae en la cuenta de que, no solo su hijo sino también todas las personas a las que ella más quiere, viven y están sanas.

Una parte de Gema marca el número de la policía. Otra parte interrumpe la llamada, cuelga el teléfono y descorcha el vino de las grandes ocasiones.