4.3.11

Una piedra del camino

En aquella época tenía a mi cargo velar por el orden en un edificio público. Sonó el teléfono y me informaron de un incidente ocurrido en la puerta. Un hombre se mostraba enojado porque, después de decírsele que con la piedra que llevaba en el bolsillo no podía entrar y haberla depositado en el servicio de seguridad, cuando al abandonar el edificio quiso recuperar su piedra, ésta no aparecía. Sin apenas entender nada, acudí a la planta baja. Lo que vi no era alguien furioso, sino un hombre derrumbado, como si en ese momento lo hubiera perdido todo. Pero de repente su expresión cambió: la piedra había sido encontrada (al parecer accidentalmente había caído en una papelera). El hombre la tomó, la besó y la colocó en su pecho, al lado del corazón. No era una piedra preciosa ni tenía nada especial. Era una piedra fea, vulgar y alargada. Un pedrusco. Intrigado, le pregunté por qué aquello era tan importante para él, y así fue como me contó la historia de

Una piedra del camino.

Hace veinte años recorría con mi familia las ferias de los pueblos. Vendíamos turrones y chucherías. En verano dormíamos a la intemperie, con una lona en el suelo y otra por encima para protegernos de los mosquitos y del sol tempranero. Una noche, al ir a acostarme se me clavó algo en la espalda. Era una piedra acabada en punta que había debajo de la lona. Dado que el resto de la familia estaba ya durmiendo, no era cuestión de despertar a todos para cambiarnos de sitio. Intenté apartar la piedra por encima de la lona, pero estaba bien incrustada en al suelo. Así que al final tuve que aguantarme e intentar dormir sobre aquella piedra. Pero era imposible. Conforme pasaba el tiempo, más se me hincaba y más me dolía. Tendría que haber oído lo que rumiaba: “guarra, jodida, cabrona…”. Ya ve usted qué tontería, decirle eso a una piedra, como si pudiera entenderlo. Me entraban ganas de levantar la lona, coger la piedra y mandarla todo lo lejos que pudiera. Desvaríos por la rabia de no poder dormirme. Era ya muy tarde cuando noté un ruido extraño y, enseguida, un resplandor. La lona estaba ardiendo. Una brasa, procedente de alguna hoguera mal apagada, debió de prenderla. Inmediatamente desperté a mi mujer y a mis hijos y salimos corriendo. Mi mujer cogió en brazos a nuestra hija pequeña, que aún dormía en cuna. En cuestión de segundos ambas lonas, arriba y abajo, ardían por entero. De no haber sido porque al empezar el fuego yo estaba despierto, habríamos muerto todos. ¿Y sabe por qué estaba despierto? Bueno, ya se lo he dicho: por la piedra que se me clavaba. Ella nos salvó. Cuando todo había ardido la cogí y, desde entonces, la llevo siempre conmigo. Y créame que esto que le digo no es ningún cuento.

(Pues para mí sí.)

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