31.3.11

Cuéntame qué te pasó

Mi perra desapareció hace cuatro años. La dejé atada junto a la puerta de un supermercado (ya se sabe que no dejan pasar con perros) y cuando salí no estaba. Probablemente me la robaron.

Fue un duro golpe para toda la familia, especialmente para mis hijos, tan acostumbrados a jugar con ella.

La buscamos por todas partes, pusimos carteles con su foto, incluso ofrecimos una recompensa a quien la devolviera o encontrara... Pero fue inútil.

Poco a poco fuimos asumiendo su pérdida. Nos resignamos a no volver a verla más.

Sin embargo, hace una semana mi perra apareció. Nos telefonearon desde una ciudad que dista cuatrocientos kilómetros de la nuestra. Según nos dijeron, unos policías locales la habían encontrado suelta, en la calle, y la habían llevado a la perrera municipal. Allí leyeron, con un aparato, el micochip que llevaba en una oreja (se lo habían puesto la primera vez que la llevamos a vacunar) y de esa forma dieron con nosotros.

Ya podéis imaginar nuestra alegría.

Al día siguiente recorrimos en coche los cuatrocientos kilómetros para recoger a la perra. Estaba casi irreconocible: demacrada, sucia y llena de mordiscos y arañazos. Había perdido varios kilos. Pero indudablemente era ella. Empezó a lamernos y a mover el rabo en cuanto nos acercamos. Y, por supuesto, seguía atendiendo a su nombre (Nala).

Ahora, como digo, lleva una semana en casa. En este tiempo ha mejorado de aspecto. Está limpia y ha ganado algo de peso. Ha reanudado sus hábitos: las carreras por el parque mientras hago footing, el mismo cesto de dormir… Todo igual que antes de desaparecer hace cuatro años.

En este momento me está mirando. Yo la acaricio y le digo: “Cuéntame tu historia. Sí, dime, ¿qué te pasó? ¿Te robaron? ¿Te perdiste? ¿Qué caminos has andado? ¿Has tenido que cazar para comer? ¿Has sentido miedo, frío, tristeza? ¿Has conocido a otra gente? ¿Has conocido a otros perros?... Vamos, cuéntamelo todo”.

Y sé que, si pudiera -si sus labios se lo permitiesen-, me lo contaría.

Pero no puede. Ella conoce su historia (“Los años perdidos de Nala”) pero no puede narrármela. Así que me quedo con la intriga, con la decepción de no poder oír tan fascinante relato.

29.3.11

Mi bandera

Quien no aceptaba hacer el servicio militar debía cumplir la PSS. Prestación social sustitutoria. Él escoge hacerla en la playa, como socorrista. Tiene que vigilar desde su torreta, evitar riesgos y percances. Casi a diario hay una falsa alarma: alguien que parece precisar ayuda y que, después de lanzarle el salvavidas, resulta que estaba bromeando. Y también debe colgar la bandera: verde si hay mar tranquilo, amarilla si está revuelto, y roja si se prohíbe el baño.

A veces amanece con viento y hay que izar bandera roja: todo el mundo en la arena sin poder zambullirse. Luego, a mediodía, amaina el viento y las olas se amansan. Bandera verde. De inmediato el mar se llena de barrigas, bikinis, piraguas de goma, colchones inflables…

Entonces el socorrista admira el poder del trapo verde y, contemplándolo con respeto, piensa: “Para que luego digan que los objetores no tenemos aprecio a la bandera”.

25.3.11

El carpintero Fernández

Puede que el carpintero Fernández no fuera Fernández. Tal vez se apellidó de otra manera.

El carpintero Fernández nació en 1782. Aprendió el oficio de su padre, con quien trabajó desde niño.

A los diecinueve años se casó con una muchacha de su pueblo. Tuvieron cuatro hijos.

Aunque en aquella época no era raro golpear a las mujeres, el carpintero Fernández no maltrató a su esposa.

Pese a ser analfabeto, consiguió que sus hijos fueran a la escuela.

El carpintero Fernández no engañó a sus clientes. Si alguien le encargó un mueble, no le mintió sobre la clase de madera ni las horas de trabajo que le llevó.

Cuando el ejército napoleónico invadió España, el carpintero Fernández temió ser movilizado contra los franceses. Como no había escopetas y trabucos para todos, se ofreció a confeccionar camas para los heridos y así no tuvo que disparar a nadie.

El carpintero Fernández murió de neumonía en 1835, con cincuenta y tres años.

Fue enterrado en el cementerio de su pueblo, junto a la iglesia.

Cuarenta años después, debido a que el cementerio se había quedado pequeño, sus huesos fueron exhumados y mezclados con otros. Ahora son anónimos, como él. En unos siglos se habrán pulverizado.

Puede que el carpintero Fernández no fuera Fernández, sino Quesada o García. También es posible que no fuera carpintero, sino herrero o labrador.

El carpintero Fernández, el herrero Quesada, el labrador García... no vienen en los libros de Historia. Nadie escribió sus biografías (demasiado planas, demasiado anodinas). En su honor no se erigieron estatuas ni panteones.

De hecho, ahora nadie se acuerda de ellos.

Pero existieron. Pasaron por la vida sin hacer ruido, sin arruinar a nadie y sin procurar a otros la desgracia o la muerte.

Atravesaron el mundo sin dañarlo. Pasaron por él inofensivamente.

Nada de lo anterior se considera memorable. Nada de esto se juzga digno de ser recordado.

21.3.11

Babel

Hace tiempo que supe de la afición de mi tío a coleccionar diccionarios. Los tenía de casi todos los idiomas: indoeuropeos, árabes, semíticos, africanos, polinesios, precolombinos… Lenguas vivas y muertas. Incluso dialectos y lenguas inventadas.

Pero no suponía que tuviera tantos diccionarios. Cuando, tras morir sin descendencia, heredé su biblioteca, me entretuve hojeándolos durante varios días.

Llegó a obsesionarme una duda: ¿Habrá algo, aunque sea una sola palabra, que se diga igual en todos los idiomas? Así fue como encontré cientos de vocablos para decir nube, para decir ojo, para decir sí, para decir alfombra…

Un día que mi mastín entró en la biblioteca, se me ocurrió buscar “perro” y descubrí mil palabras para decirlo. Entonces empecé a llamarle con todos sus nombres: los que los humanos de todas las culturas hemos inventado para decir perro. A todas las palabras respondía, levantaba las orejas y me miraba.

Así que, en cierto modo, lo encontré. El lenguaje universal es el tono. Entonadas con afecto, en cualquier idioma las palabras significan afecto.

18.3.11

El eslabón perdido

Cuando el jefe me trata mal, maltrato a mis subordinados.

Si los que mandan me denigran, denigro a los inferiores.

Así me desquito.

Supongo que los demás hacen lo mismo: reacción en cadena, como fichas de dominó que se abaten unas a otras.

Los domingos insulto al árbitro y me resarzo de mi vejación semanal.

Mi estatus de agredido se compensa con el de agresor. Una equis en la quiniela.

Hasta hoy.

Porque esta mañana, en la fábrica, el candado no abría. De modo que he cogido una cizalla y he apretado con todas mis fuerzas. No podía creerlo: la cadena se ha roto, se ha partido. Así que, mira por dónde, soy más fuerte de lo que pensaba.

Al ver el eslabón suelto, me he propuesto romper otras cadenas: No tratar mal al que me maltrate. No insultar aunque me insulten. Respetar a quien no me respete.

La pregunta es ¿seré capaz?

15.3.11

En mi honor

Mi amigo: “Tienes que conocer mi pueblo, la casa de mis padres en mitad del campo”.

Su madre: “Para cenar hay costillas. Hemos matado la marrana en honor a tu amigo. Al despiezarla hemos visto que estaba preñada”.

Pruebo las costillas, están deliciosas. “Qué rico, qué rico, exquisito todo”. Soy un ser omnívoro, no vegetariano. Estaba preñada, no se habían dado cuenta. Fue al descuartizarla (¿no ha dicho eso?) cuando lo notaron. Pero lo que más duele, lo que me aguijonea, es que haya sido en mi honor.

12.3.11

Reunidos

Aquí los exvivientes: los que nacieron y ya han muerto.

Aquí los vivientes: los que nacieron y no han muerto aún.

Aquí los previvientes: los que aún no han nacido pero nacerán.

Y aquí los avivientes: los que ni han nacido ni van a nacer nunca. Éstos, aunque no se les vea, son los más numerosos: la gran muchedumbre, la inmensa mayoría. A su lado los demás resultan grupitos insignificantes.

Y así, por fin, ya están todos: los del Antes, los del Ahora, los del Después y -mayormente- los del Nunca.

Sí: está, estamos, la plantilla al completo.

9.3.11

Final de trayecto

Uno escribió “apenas tenía imaginación, pero inventó cuentos junto a mi cuna”.

Otro escribió “compartió conmigo su luz y su alegría”.

Otra escribió “cuando ya no tenía fuerzas para nada, aún sacaba fuerzas para mí”.

Otra escribió “toleró mis errores”.

Otro escribió “respondió a mis gritos con palabras suaves”.

Otra escribió “después de engañarla, volvió a confiar en mí”.

Y cada uno plegó varias veces su papel hasta hacerlo diminuto y entre todos, silenciosamente, los colocaron sobre aquel cuerpo. Y al trasladarlo tuvieron sumo cuidado de que ninguno de los papeles se cayera, porque sin ellos el lívido despojo perdería su textura.

8.3.11

Me sois

En la playa se fue haciendo de noche pero el mar me pedía seguir dentro.

Hasta entonces no había reparado en aquéllos que a mi lado flotaban: los deseos, las ilusiones, los fugaces destellos de alegría… También la decepción, los desengaños, todo lo que se fue por el camino…

Allí estaban, flotando junto a mí.

Extendí los brazos para abarcarlos. Removí a unos con otros y les dije:

-No sabía que vivierais aquí, ni tampoco que fuerais amigos.

-No vivimos aquí (me contestaron). Sólo hemos salido a nadar un rato: a nosotros también nos llamó el mar. En realidad estábamos en ti y ahora tenemos ya que regresar.

-Lo comprendo (añadí entonces). Me sois.

Asintieron. Y poco a poco entraron otra vez, volvieron al lugar donde residen.

7.3.11

Añicos

La vimos recoger (agachada, en cuclillas) los trozos, los añicos de su rota ilusión.

La vimos que juntaba unos trozos con otros y luego los pegaba con adhesivo plástico.

(Reuniendo los añicos: los diminutos años en el suelo esparcidos…)

La vimos y pensamos: ¡qué valiente hay que ser para hacer lo que hace!

4.3.11

Una piedra del camino

En aquella época tenía a mi cargo velar por el orden en un edificio público. Sonó el teléfono y me informaron de un incidente ocurrido en la puerta. Un hombre se mostraba enojado porque, después de decírsele que con la piedra que llevaba en el bolsillo no podía entrar y haberla depositado en el servicio de seguridad, cuando al abandonar el edificio quiso recuperar su piedra, ésta no aparecía. Sin apenas entender nada, acudí a la planta baja. Lo que vi no era alguien furioso, sino un hombre derrumbado, como si en ese momento lo hubiera perdido todo. Pero de repente su expresión cambió: la piedra había sido encontrada (al parecer accidentalmente había caído en una papelera). El hombre la tomó, la besó y la colocó en su pecho, al lado del corazón. No era una piedra preciosa ni tenía nada especial. Era una piedra fea, vulgar y alargada. Un pedrusco. Intrigado, le pregunté por qué aquello era tan importante para él, y así fue como me contó la historia de

Una piedra del camino.

Hace veinte años recorría con mi familia las ferias de los pueblos. Vendíamos turrones y chucherías. En verano dormíamos a la intemperie, con una lona en el suelo y otra por encima para protegernos de los mosquitos y del sol tempranero. Una noche, al ir a acostarme se me clavó algo en la espalda. Era una piedra acabada en punta que había debajo de la lona. Dado que el resto de la familia estaba ya durmiendo, no era cuestión de despertar a todos para cambiarnos de sitio. Intenté apartar la piedra por encima de la lona, pero estaba bien incrustada en al suelo. Así que al final tuve que aguantarme e intentar dormir sobre aquella piedra. Pero era imposible. Conforme pasaba el tiempo, más se me hincaba y más me dolía. Tendría que haber oído lo que rumiaba: “guarra, jodida, cabrona…”. Ya ve usted qué tontería, decirle eso a una piedra, como si pudiera entenderlo. Me entraban ganas de levantar la lona, coger la piedra y mandarla todo lo lejos que pudiera. Desvaríos por la rabia de no poder dormirme. Era ya muy tarde cuando noté un ruido extraño y, enseguida, un resplandor. La lona estaba ardiendo. Una brasa, procedente de alguna hoguera mal apagada, debió de prenderla. Inmediatamente desperté a mi mujer y a mis hijos y salimos corriendo. Mi mujer cogió en brazos a nuestra hija pequeña, que aún dormía en cuna. En cuestión de segundos ambas lonas, arriba y abajo, ardían por entero. De no haber sido porque al empezar el fuego yo estaba despierto, habríamos muerto todos. ¿Y sabe por qué estaba despierto? Bueno, ya se lo he dicho: por la piedra que se me clavaba. Ella nos salvó. Cuando todo había ardido la cogí y, desde entonces, la llevo siempre conmigo. Y créame que esto que le digo no es ningún cuento.

(Pues para mí sí.)

3.3.11

Abraxas

-No hemos querido molestarla hasta que saliera de la UCI. Ahora que su hijo se encuentra bien y usted ya está en planta, querríamos que contestara algunas preguntas. Es para el atestado.

-No hay problema. Responderé hasta donde me acuerde.

-Bien, vamos allá. ¿Recuerda cómo se produjo el choque?

-Al entrar en la curva la furgoneta invadió mi carril. De pronto la vi de frente, venía directa hacia mí. Instintivamente giré el volante hacia la derecha y nos salimos. De repente me encontré “cabeza abajo”. Miré atrás y vi a mi hijo. Lloraba, así que estaba vivo. Con mucho esfuerzo conseguí salir por el parabrisas. Intenté sacar al niño, pero los brazos no me obedecían. Entonces vino aquel hombre. Recuerdo cómo soltó el cinturón de la sillita, agarró a mi hijo y lo levantó. Todo pese a llevar las manos esposadas. Lo sacó del coche y lo apartó de allí.

-¿Estaba ya ardiendo su coche en ese momento?

-Creo que todavía no, porque el niño no ha tenido quemaduras. Ni yo tampoco. Sólo traumatismos.

-Entonces, ¿cuándo se dio cuenta usted de que su coche ardía?

-Un poco después, dos minutos o así. Pero ¿por qué es tan importante el momento?

-Mire, señora, aquel hombre murió carbonizado. La hipótesis que manejamos es que sus ropas se prendieron al rescatar a su hijo.

-Así que ha muerto...

-Queremos aclarar el modo como se incendiaron sus ropas. Dese cuenta de que ese hombre estaba detenido, así que el Estado era responsable de su custodia.

-Entonces ¿murió abrasado?

-Sí. Con las esposas debió serle imposible quitarse las ropas. Y como estaban ardiendo...

-Me dejan atónita... ¿Y por qué fue detenido?

-Bueno, en realidad no estaba detenido. Ya había sido condenado. El furgón que chocó con su coche venía de la Audiencia. Era un traslado penitenciario: lo conducían a prisión, a cumplir condena.

-Condena... ¿Por qué delito?

-Homicidio.