4.11.13

Maquetas


En el puesto de mando el estado mayor planeaba las batallas, los movimientos tácticos que habían de efectuarse en el frente de guerra. Con carros de combate realizados a escala, con trincheras de plástico, con tanques de hojalata, con pequeños aviones (copias en miniatura), con soldados de plomo sin vísceras, sin sangre, sin piernas amputadas. Con soldados de plomo como ésos de juguete que tras ser abatidos (de un simple manotazo) no agonizan, no mueren. Con soldados de plomo (de azul las fuerzas propias, de rojo las contrarias) el estado mayor, encima de una mesa, sobre un tapete verde, trazaba y maquetaba las batallas reales.


29.8.13

Isla



En la isla de Róbinson sólo vive Róbinson.

Nadie manda en él, ni él manda en nadie.

En la isla de Róbinson nadie explota a otros. Nadie humilla ni es humillado.

En la isla de Róbinson no hay vejaciones ni abusos. No hay injusticias. No hay castas, clases, estamentos…

No hay amos ni criados. No hay señores ni siervos.

Allí no hay guerras, ni expolios, ni opresión.

Aquella isla está libre, exenta de todo eso.

No estamos hablando de una arcadia. La vida no es fácil en la isla, y de hecho Róbinson desea ser rescatado: volver a su país, a la sociedad.

Pero sabe también que, cuando deje al fin su isla, habrá cosas de ella que echará de menos.


20.3.13

Cuando fui animal


Ampliaron mi cerebro y me implantaron neocórtex sin pedirme permiso. Ya sé que no podían recabar mi autorización (porque el cerebro perruno no da para tanto). Pero entonces debieron abstenerse de hacerlo.

“Es sólo un experimento. Un ensayo científico. Luego, siempre podrá pedir que le retiremos el implante”, dijeron. Pero no es tan simple. No es tan sencillo.

No soy un juguete que se rompe y se repara o se tira.

En realidad yo pensaba. Antes de que ampliaran mi cerebro, yo pensaba. De un modo más elemental, sí, pero lo hacía. Ahora elaboro ideas mucho más complejas, pero en el fondo es parecido.

En lo que más diferencia hay no es al pensar, sino al sentir. Me acuerdo de que, cuando tenía cerebro de perro, sentía pena si me dejaban solo, y alegría si me sacaban al campo. También sentía miedo cuando me llevaban al veterinario o cuando había tormenta. Pero otros sentimientos que ahora tengo no los conocía en absoluto. La indignación, la piedad, el rencor, la vergüenza… Estas emociones sí son novedosas.

Me cuesta trabajo comparar mi situación anterior (antes de que ampliaran mi cerebro implantándome neocórtex) con mi estado actual. Pero creo que antes -o sea, cuando tenía cerebro de perro- era más feliz. Entonces sólo vivía el presente: el “ahora mismo”.

Cuando corría por el campo, cuando mi amo jugaba conmigo…, me alegraba por entero. Con el cuerpo y con la mente.

Era alegría perfecta, mucho más intensa que la que ahora puedo sentir. Era pura alegría: alegría desprovista de recuerdo y de anticipo. Era alegría nítida, sin sombra ni mancha. Se acababa, sí; pero, mientras estaba en mí, era infinita porque no tenía un antes ni un después.

En cambio, la alegría que ahora puedo sentir está siempre empañada, siempre trufada de fugacidad.

Siendo perro no me hacía preguntas. Ahora sí. Los humanos se hacen preguntas. Y como las más importantes (sobre el sentido de vivir, sobre la muerte...) no saben responderlas, esto les genera angustia. Para aliviarla inventaron creencias, religión.

Cuando fui perro todo era simple. Todo instintivo. No había dudas. No había preguntas. No había porqués.

Sentía frío, pero no sabía lo que era el invierno. Sentía calor, pero no sabía lo que era el verano. Percibía la luz, pero no sabía lo que era el día. Percibía la oscuridad, pero no sabía lo que era la noche. Me mojaba, pero no sabía lo que era llover. Veía un círculo encendido ahí arriba, pero no sabía que era la Luna. Nunca reparé en las estrellas.

Poder hablar. Decir lo que quiero. Expresar, comunicar. Eso sí es grandioso. Recuerdo que, cuando mi cerebro era de perro, sentía un difuso deseo de hablar. Oyendo a los humanos llegué a asociar sonidos a las cosas. Un ruido para el agua, otro para el paseo, otro (mi nombre) para llamarme… Y en cierto modo echaba en falta hablar.

Tenía necesidad de orinar, deseaba ser llevado fuera… y quería ladrarlo. O sea, decirlo: así, como ellos. Pero no: yo sólo podía aullar, mover el cuerpo, ir donde estaba el collar, traerlo en la boca y mostrárselo. No podía decir “Sacadme a la calle”, así, con la voz, con las palabras.

Otras veces tuve sed pero mi bebedero estaba vacío, y entonces querría haber dicho “Dadme agua”. Pero no podía. Y experimentaba una especie de impotencia.

De modo que el mayor avance, el salto máximo que he dado desde que me implantaron neocórtex, es la facultad de hablar. El lenguaje.

En cuanto tuve capacidad sintáctica pedí que me instalaran un aparato fonador. Me pusieron una prótesis de garganta y un implante en los labios. (Mi hocico de perro no servía para hablar.)

He conocido la inteligencia y no quiero volver al cerebro perruno. Como nadie desea quedarse sin vista o sin tacto, yo no quiero perder la inteligencia. No deseo renunciar a ella.

Comprendo que lo que ahora puedo (razonar, hablar, calcular…) también es limitado. Me implantaron neocórtex y la realidad que ahora capto es otra. Es la realidad de los hombres: la realidad pasada por el cerebro humano. Pero es también inauténtica, quizá tanto como la que percibía como perro. Es otra pseudo-verdad.

Hay ámbitos que los hombres captan peor que los perros. Mi olfato, por ejemplo, era muy superior al humano. Donde yo percibía cientos de olores, ellos no olfatean nada.

Si al cerebro humano (como éste que ahora tengo) se añadiera otra corteza –otro estrato-, percibiría otra realidad. Sería una realidad distinta: más completa, superior quizá, pero también espuria. 

Igual que había mil cosas incomprensibles para mi mente perruna pero penetrables para el cerebro humano, tiene que haber cosas inabarcables para los hombres pero accesibles a cerebros sobrehumanos (si existieran).

¿Qué es el hombre sino otro animal?: una clase de mono con el cerebro grande.

¿Y cuántas capas cerebrales, cuántas cortezas serían necesarias para captar la realidad completa, la realidad real?

Supongo que, cuanto mayor es la capacidad cerebral, más grande es la exposición al dolor. Mi actual cerebro humano es más sufriente que mi viejo cerebro perruno, del mismo modo que mi cerebro de perro era más sensitivo que el de un camaleón.

Me han dicho que, si quiero volver al cerebro perruno, sólo tengo que pedirlo. Que igual que me implantaron neocórtex, me lo pueden retirar. Pero no es tan sencillo. Ahora he probado el elixir de la inteligencia y no es fácil abdicar de ella. No es fácil decir “Quitádmela”.

Es verdad que, comparándome con el de antes, fui más feliz siendo perro. Yo era un perro afortunado. Vivía en un lugar cómodo y nada esencial me faltaba. Sobrellevaba bien los pequeños contratiempos (aguantarme las necesidades, no articular palabras…). Mi cerebro no analizaba y por eso no sufría. Mi existencia era eterna (eterna para mí) porque no sabía de muerte. Y mi alegría (al correr por el campo, al cazar…) era plena y radiante. 

Pero ahora sé que la realidad que percibía era pequeña. Que apenas entendía. Que casi todo era engaño. Y no es fácil volver a eso. No es fácil desearlo.

Yo no pedí que me implantaran neocórtex, pero tampoco los humanos lo pidieron. Tampoco ellos pidieron ser conscientes, tener inteligencia. Como no pidieron nacer. Nadie pidió nacer. Nadie lo eligió. Todos nacimos obligados: unos con cerebro de perro, otros con cerebro de hombre, otros… Nadie lo pidió, nadie lo pide. A nadie se le pregunta “¿Quieres nacer?” Y “¿quieres ser perro?”, “¿quieres ser hombre?”… Pero el caso es que, una vez traídos –puestos aquí a la fuerza-, no es fácil decir “Me marcho”.

Y por eso me quedo aquí, en la inteligencia. Aunque deba asumir el coste de la duda. Aunque deba llevar el peso del dolor y rendirle tributo a la infelicidad.