21.12.09

Cuento de Navidad

Desde tu habitación les oyes cuchichear:

-Ya debe haberse dormido.

-Voy a bajar al coche.

Así que este año los regalos están en el coche. El año pasado los escondían en el trastero.

Acabas de cumplir ocho años. Desde hace tres, vienes haciendo creer a tus padres que aún crees en los reyes de oriente.

Ahora entran en tu dormitorio. Te haces la dormida.

Andan con sigilo, sin hacer ruido, como furtivos temiendo ser sorprendidos “in fraganti”. No dicen nada, seguramente se comunican por gestos.

Dejan cajas en el suelo, meten caramelos en los zapatos que dejaste, vacían el agua del cuenco que pusiste (“para que beban los camellos” -aunque sabes que no vendrán camellos, ni pajes, ni reyes…-).

Misión cumplida. Los agentes secretos de la felicidad salen de tu cuarto. Están entusiasmados, otro año más.

Y mañana te tocará actuar de nuevo: hacerte la ingenua, fingir que te sorprendes. Con sólo ocho años y ya actriz consumada (“mirad lo que me han traído los reyes”; “anda, pero si los camellos se han bebido toda el agua…”). Como el año pasado. Y como el anterior.

Porque tienes ocho años y desde hace tres sabes que la única magia es la emoción de tus padres: el brillo de sus ojos, la alegría de sus caras (de repente infantiles, más de niño quizá que la tuya).

Y por eso te niegas a decir “lo sé todo”. Sí: por eso te resistes a amputar su ilusión.

18.12.09

Guerra y paz

Nació en 1935, de modo que sus primeros recuerdos coinciden con el inicio de la guerra, cuando acababa de cumplir cuatro años. Son recuerdos de sirenas que alertaban, de carreras en los brazos de su madre para alcanzar el refugio, de estruendo de bombas, de casas derruidas… Son sus recuerdos primeros y también los siguientes. Porque en los años posteriores siguió habiendo alarmas, bombardeos, cascotes, ruinas. Siguió habiendo gente que al oír un zumbido miraba al cielo y decía “es de los nuestros” o “es enemigo”. En las conversaciones de los adultos nunca faltaban las palabras “soldados”, “frente”, "ofensiva", “batalla”…

En ese ambiente fue creciendo y cumpliendo años. Acaba de cumplir diez. De ellos ha pasado seis, desde 1939, en guerra: casi toda su vida consciente.

Y por eso, ahora que estamos en 1945, al oír que la guerra ha terminado se le hace difícil hacerse a la idea:

“Así que la guerra no es lo normal, lo natural. Así que puede haber vida sin obuses, sin bombas, sin refugios, sin pánico… Puede haber vida sin guerra. O sea, que la guerra no es inseparable de la vida. Qué raro”.

16.12.09

De cuando estuve loco

Ya sabéis que se me fue la olla. Oí los gritos de un muchacho al que un labrador había atado a un árbol. El labrador estaba azotándolo con saña. Yo intervine y le dije:

—Me parece mal que azotes a quien no puede defenderse. Sube a tu caballo y coge tu lanza, que te haré ver que eso que haces es de cobardes.

El labrador me respondió:

—Este muchacho al que estoy castigando es mi criado. Me sirve guardando una manada de ovejas, y es tan descuidado que cada día me falta una. Y porque castigo su descuido dice que lo hago por no pagarle el sueldo que le debo. Y miente.

—¿Miente? —dije yo—. Me dan ganas de atravesarte con esta lanza. Págale inmediatamente, y desátalo.

El labrador bajó la cabeza y desató al muchacho.

Pregunté a éste cuánto le debía su amo. Contestó que nueve meses, a siete reales cada mes. Calculé que sumaban 63, y mandé al labrador que se los pagase, si no quería morir por ello. Él replicó que era menos lo que debía porque había que descontar tres pares de zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le hicieron estando enfermo.

—Bien está todo eso —repliqué yo—, pero que los zapatos y las sangrías compensen los azotes que sin culpa le has dado; porque, si él rompió el cuero de los zapatos que le pagaste, tú le has roto el de su cuerpo; y si le sacó sangre el barbero estando enfermo, tú se la has sacado estando sano.

-El problema -dijo el labrador- es que aquí no tengo dinero: que venga el muchacho a mi casa y allí se lo pagaré.

—¿Irme yo con él? —dijo el muchacho—. No, señor, porque en cuanto me vea solo me arrancará la piel.

—No hará tal cosa —repliqué yo—: basta con que yo se lo mande para que cumpla lo que le digo; y si él me lo jura por ley de caballería, le dejaré ir libre y consideraré asegurada la paga.

—Piense, señor, lo que dice —insistió el muchacho—, que mi amo no es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo, vecino de Quintanar.

—Importa poco eso —respondí yo—. Porque, si no paga lo que debe, volveré a buscarle y castigarle, y he de encontrarlo aunque se esconda como una lagartija. Que para eso soy don Quijote de la Mancha, deshacedor de agravios y sinrazones.

Y, tras decir esto, me marché de allí.

Y el resto también lo sabéis: Que, en cuanto me alejé, el labrador volvió a atar al muchacho a la encina y le dio todos los azotes que quiso.

En fin, ya sabéis que hice todo eso. Que me equivoqué. Y que actué así porque se me fue la olla.

De acuerdo. Pero lo que no voy a aceptar es que lo sensato habría sido no hacer nada: dejarlo estar, pasar de largo.

No. No voy a sustituir una locura por otra.

15.12.09

Baeza

Apenas le interesaban la literatura y la filosofía. Sólo coincidía con él en su pasión por la naturaleza y en el desaliño indumentario. Sus conversaciones trataban sobre todo de árboles y plantas. Le asombraba que un profesor de francés supiera tanto de álamos, acacias, encinas, cipreses, olmos... Le oía como a un entusiasta de la botánica. Eso decía, aunque yo no me lo creo. En medio, alguna alusión dolorida a Leonor, su desplome reciente. Entonces era sólo un compañero de claustro que componía versos, no el escritor afamado que fue después. Me contó que le había dejado ver algunos de sus poemas, escritos a mano, parte de los cuales apareció luego en la segunda edición de Campos de Castilla. También decía que una vez leyó una frase cenital, un verso suelto en una hoja suelta, entre sus papeles. Tuvo que ser antes de 1919, fue entonces cuando dejó aquel Instituto. Eso significaría que dispuso de veinte años para continuar el poema, pero no lo hizo. Puede que no quisiera seguir, que no encontrara palabras a la altura del arranque; o puede que, simplemente, sea un epílogo acabado, completo e inédito durante dos décadas. El verso al que se asía en el último derrumbe, “estos días azules y este sol de la infancia”.

14.12.09

Soy así de mediocre

No piense que le juzgo, señor Gandhi, pues no hay nadie en la Tierra con derecho a juzgarle. Tendría yo que despojarme ahora de la toga, el birrete, las puñetas, los rizos y bajar de mi estrado o pedestal para que usted, desde su pureza, me juzgue y me condene como al resto de la humanidad. No, señor Gandhi, ni le juzgo en mi nombre ni en el del Imperio Británico. Simplemente encajo unos hechos en unas leyes (como un silogismo, Mahatma: soy así de mediocre). Y como son leyes injustas, también lo es mi decisión. En fin, yo no puedo mirarle a los ojos, pero usted sí. Así que (se lo ruego) míreme y, antes de que por orden mía le lleven a la cárcel, concédame su bendición.

11.12.09

Qué lejos de aquella copla

Tras poner el punto final a su novela, iniciada años atrás, se asomó al patio de luces para sentir el fresco. Justo en ese instante una voz con acento andaluz, procedente de algún apartamento, entonó a modo de copla:

No canto pa que me escuchen
ni pa sentirme la voz.
Canto pa que no se junten
la pena con el dolor.


Oído lo cual, el escritor exclamó: “Eso sí que es literatura”. Y aunque el primer impulso fue quemar su novela, finalmente optó por guardarla en un cajón bien hondo.

10.12.09

Oración

…esta segunda inocencia
que da el no creer en nada
(A. MACHADO)



Oh Dios, concédeme la pureza de los santos incrédulos. De aquéllos que no creen en juicios finales, ni en vidas de ultratumba, ni en resurrecciones, ni en eternidades, ni en salvaciones, ni en condenas... Concédeme (te imploro) la excelsa perfección de aquellos santos laicos. De aquéllos que no piensan en cielos ni en infiernos. De aquéllos que gratuitamente, sin creer en tu existencia ni esperar nada de Ti, eligen ser buenos.

9.12.09

Profecías

Dice “Este fin de semana habrá alrededor de 900 accidentes de tráfico”. Se producen 881.

Ve un colegio y dice “De esos 500 niños que juegan en el patio, entre 1 y 3 de ellos pasarán por la cárcel”. Unas décadas después encarcelan a 2.

Dice “El año próximo morirán de hambre más de 100.000 humanos”. Mueren más de esa cifra.

Ante lo cual, ella –Estadística, Demoscopia, Prospectiva…, como se llame- se crece y proclama: “No tenéis nada que hacer. No podéis conmigo. Soy más fuerte que todos vosotros”.

Y sabemos que no es así, que en esto último yerra. Que no estamos sujetos a sus augurios. Que nuestro comportamiento pasado no tiene por qué regir nuestro comportamiento futuro. Que, si lo afrontáramos como un reto, sus predicciones fallarían. Que, si en verdad nos lo propusiéramos, no se saldría con la suya.

Pero no somos capaces de demostrárselo.

4.12.09

Espeluy

Tarde plana en el tren. Vagón de no fumadores. Se incorporan viajeros. Se animan a hablar. Uno dice que viaja para poner orden en un asunto de familia, ajustar cuentas con alguien y dar un escarmiento.

Al acercarse a su destino afloran nervios. Saca un cigarro, lo enciende.

Miradas de soslayo, murmullos. Uno le recuerda que no puede fumar. Los demás se unen, forman un grupo, le exigen que apague el cigarro.

Tensión.

El hombre se levanta, planta cara al grupo, les reta a decidir quién va a quitarle el cigarro.

Viaja también una madre con su bebé. Esta mujer dirige al fumador una mirada tierna, como la que mostrará a su hijo cuando un día le sorprenda en medio de una travesura. El niño también mira al fumador, y le sonríe.

El hombre apaga el cigarro, se sienta. Vuelve la calma.

Tras el viaje dos personas estrechan sus manos, comparten perdón.

2.12.09

Un poco de coherencia

Aún sigue, en la casa de sus padres, el libro de las tapas verdes: “Pinocho. Por Carlo Collodi”. Es el primer cuento que leyó, hace veinte años.

Busca la página donde el hada dice:

-Estoy viva, Pinocho. Te hice creer que había muerto de pena para que te arrepintieras de tus malas acciones. Has hecho sufrir mucho al pobre Gepetto.

Y ahora, antes de donar el libro a una biblioteca, va a perpetrar el sacrilegio. Tacha la respuesta de Pinocho y en su lugar escribe lo que siempre pensó que el muñeco debió contestar:

-De acuerdo, señora hada, he sido malo. Pero no veo bien que, habiéndome prohibido mentir, me haya hecho creer que usted había muerto. Me parece muy mal que, después de haber dispuesto que mi nariz creciera cada vez que yo mentía, me haya engañado de este modo. No entiendo que, habiendo ordenado a un niño (¡qué digo a un niño, a un trozo de madera!) decir siempre la verdad, incumpla usted sus propias reglas.

1.12.09

En su piel

Te han detenido por tu origen, tu raza.

Te han llevado a la cárcel.

Te han trasladado luego a un recinto rodeado de alambradas.

Te han alojado en un barracón, con otros hombres como tú hacinados en catres de tres pisos.

Te han forzado a trabajar doce horas diarias, pese al hambre y el frío.

Te han obligado a aparentar fortaleza porque es la única forma de conservar la vida.

Cuando han visto que escupías sangre te han llevado delante de un médico.

Te ha examinado, ha escrito algo en un papel y te han sacado de allí.

Ahora te están conduciendo a otro sitio. Ya te imaginas dónde.

Pero no, no es así. Todo esto es real, pero no te ha pasado a ti, ni a mí, sino a otra persona. A otras personas.

La ruleta del “quién naces - cuándo naces - dónde naces” designó otras víctimas. (¿No es el azar quien hace nacer de una raza o de otra, en Alemania o en España, en 1910 ó en 1980…?)

Qué alivio que no hayamos sido nosotros. Podríamos haberlo sido –haber estado allí, ser ellos- pero no.

Qué suerte la tuya y la mía. Qué gran suerte, ¿verdad?