Acuñan moneda desde al menos el siglo V a. de C., para lo cual usan una plancha con dibujos y letras que estampan sobre metal fundido. O sea, que “imprimen” sobre el metal.
Marcan al ganado para diferenciarlo, y a tal fin emplean un hierro candente con una figura o sello que graban en las vacas. Así pues, “imprimen” sobre el cuero.
En algunos lugares conciben elaborar moldes de inscripciones o signos para marcarlos sobre arcilla. Pero cada vez hay que confeccionar un molde entero: una tablilla nueva y distinta para cada estampación.
Nunca se les ocurre hacer moldes encajables de cada letra y unirlos para componer el texto a imprimir.
Es sencillo, pero a nadie se le pasa por la cabeza.
Por ello, durante muchos siglos todos los textos son manuscritos, copiados por amanuenses (de “a mano”) o copistas.
La Ilíada y la Odisea se copian a mano.
Las fábulas de Esopo se copian a mano.
Las tragedias de Sófocles se copian a mano.
Los tratados de Arquímedes y Ptolomeo se copian a mano.
Las obras de Heródoto, de Platón, de Aristóteles se copian a mano.
Los libros de Horacio, de Ovidio, de Virgilio, de Séneca se copian a mano.
Los Evangelios se copian a mano.
Las Mil y Una Noches se copian a mano.
La Chanson de Roland se copia a mano.
El Cantar de Mío Cid se copia a mano.
El Libro de Buen Amor se copia a mano.
…Todos estos textos se manuscriben lentamente, copia a copia, ejemplar por ejemplar. Por eso son poco accesibles, escasos y caros.
Hay que esperar al siglo XV para que a alguien se le ocurra hacer varios moldes de cada letra, ordenarlos sobre una plancha, mojarlos en tinta y estamparlos. Parece que es Gutenberg quien tiene la idea, aunque la ocurrencia es tan buena que enseguida otros lo imitan y se atribuyen su invención. Ha nacido la imprenta.
Rápidamente empiezan a imprimirse libros. Todo el saber humano que hasta entonces se reproducía a mano, con pluma y tintero, letra a letra, copia a copia… pasa a imprimirse mecánicamente. Con la misma máquina puede componerse cualquier texto. De las obras escritas se hacen grandes tiradas y dejan de estar al alcance de unos pocos.
El avance, pese a su simplicidad, cambia el mundo.
Pero antes de esto pasan siglos y siglos (¡dos milenios!) en que la imprenta no existe. Miles de años sin que una técnica así de sencilla se invente.
Es la crónica de la no-invención de la imprenta. De una idea fácil pero esquiva: siglos y siglos, generaciones y generaciones sin que a nadie se le ocurra.