28.2.11

Ojalá que te vaya bonito

Un convenio regulador tiene que aquilatar todos los detalles, no debe dejar nada a la improvisación. Por eso había que determinar la custodia de Aida. Entre personas maduras este asunto tenía un modo claro de resolverse. Descartada la custodia compartida (pues tras el divorcio iban a residir en ciudades distintas), la solución natural consistía en situar a Aida en el jardín, ponerse cada uno en un lugar equidistante y dejarla decidir con quién se iría. No valían trucos para atraerla: ni llamarla, ni mostrarle un obsequio... Que sus sentimientos actuaran con libertad.

Llegado el momento, Aida miró a izquierda y derecha. Sin moverse un centímetro decidió dormir una siesta. Ambos esperaron sin cruzar palabra durante hora y media, lamentando no haber cogido nada para leer.

Aida se incorporó. Bostezó, estiró regiamente sus músculos y empezó a caminar. Sin tomar impulso salvó los dos metros que había entre el suelo y la ventana de don Damián, el viejecito que nunca sale de casa. No era la primera vez que Aida saltaba hasta allí. Desde el alféizar volvió a mirar tristemente a ambos lados, hasta que el anciano la cogió y la abrazó contra sí. El ronroneo era suave pero audible.

25.2.11

Milagro

Érase una multitud de pantallas. Millones de pantallas repartidas por el mundo y conectadas entre sí.

Además, cualquiera podía abrir con toda libertad y gratis una dirección o “página”, y a ella podía accederse desde cualquiera de esas pantallas.

Para publicar lo que uno quería no tenía que pasar por ninguna censura, y ni siquiera mendigar la aprobación de un editor.

Y las demás personas, si deseaban, podían leerlo desde cualquier rincón del planeta con sólo teclear http:// más esa dirección.

Todo eso, en buena lógica, estaba llamado a ser un sueño o un delirio (como la teletransportación o los viajes en el tiempo). Tendría que formar parte de un relato de ciencia ficción, “La red prodigiosa” o algo así. Debería ser quimérico y fantástico. Debería ser fabulación pero sorprendentemente es real.

Tecleamos y, más que pulsar teclas, palpamos la utopía con la punta de los dedos. Miramos la pantalla y lo que vemos es un milagro: un sueño evadido del país de lo imposible; un sueño exiliado en la realidad.

(¿Seguro que estoy despierto? ¡Eh, vosotros, los que estáis al otro lado: decidme por favor que no lo estoy soñando!)

”Érase una vez…”. No: en este caso “es” una vez.

24.2.11

Aquellas pequeñas cosas

La casa de Pedrito tiene dos habitaciones junto al patio a las que llamamos cuadrillas. En una de ellas solemos jugar. También tiene un pozo dividido por una pared, medio pozo para su casa y otra mitad para la contigua. A veces su madre habla con la vecina a través del pozo. De la pared cuelga un nido de barro seco, las golondrinas vuelven cada primavera (hay que respetarlas porque arrancaron a Cristo su corona de espinas). Hay también un tejado por el que andan los gatos.

La madre de Pedrito se llama Consuelo. Llama alfileres a las pinzas de tender la ropa, alacena a la despensa, peros a las manzanas, y en lugar de jersey dice saquito. En verano se queja de la calor. Si va a comprar no dice voy al mercado, sino voy a la plaza. Cuando Pedrito se pone pesado le llama
tabardillo
y cuando se le desarregla la ropa o lleva la camisa por fuera, exclama
¡qué hechuras!
y yo no lo entiendo.

En casa de Pedrito hay un botijo del que se debe beber a caño, me atragantaba siempre, por eso lo hago a morro cuando nadie me ve. La madre de Pedrito hace los polos más ricos del mundo, de leche canela y azúcar, con forma de cubito que se cogen con un mondadientes. También me da la merienda a la vez que a Pedrito, para que
no se te salte la hiel.
Me comía primero el pan para disfrutar después del chocolate solo. A veces ella, cuando ve que he comido todo el pan y aún me queda chocolate, me ofrece más pan.

En casa de Pedrito hay patos y gallinas. A los patos les damos moscas que cazamos, su padre nos regaña porque
las moscas se posan en las cacas y los patos son para comerlos.

Cada vez que su madre mata un pato, Pedrito se enfada y se niega a tomar la carne.

El Guadalquivir queda a varios kilómetros, pero se ataja por la vía abandonada del Baeza-Utiel. Por otra parte, un pato cabe en el macuto de gimnasia.

Asustado, no quiere salir, pero le empujamos y cae sobre la hierba. El agua le llama. Sumerge medio cuerpo, suelta un graznido, se aleja nadando. ¿Será verdad que este río pasa por Sevilla y desemboca en Sanlúcar provincia de Cádiz?

23.2.11

Te ha tocado

Células embrionarias naciendo unas de otras, cobrando forma –tronco, pies, manos, cerebro…-, y ¿a quién le tocará instalarse ahí dentro?, ¿a quién le tocará ser ese alguien, ése que se hace carne, ése que ahora desmuere, ése que empieza a ser?

22.2.11

Antiguallas

Ellos nos diseñaron, nos hicieron. Pero ya no los necesitamos para nada. Ni siquiera para repararnos ni para fabricar otras máquinas más complejas que nosotras. Ahora nos bastamos con nuestros circuitos lógicos y nuestras piernas y brazos mecánicos. Y no sólo pensamos y actuamos: también procesamos sentimientos. Es decir, tenemos capacidad de sentir, pero apenas motivos para hacerlo. En realidad lo que sentimos, más que nada, es pena de ellos. De su primitivismo, que nos inspira compasión. Y es que todo les duele: a veces el cuerpo (el cráneo, las vértebras, los oídos, el estómago…: cualquier órgano puede dolerles), a veces la mente (la angustia, el cansancio, la desdicha, el miedo…). Nosotras, en cambio, no arrastramos esas rémoras, esos arcaísmos de los seres carnales. Tampoco tenemos caducidad: periódicamente renovamos nuestras piezas y seguimos activas. A diferencia de ellos, no envejecemos ni morimos. Por todo eso sentimos piedad de los humanos (nuestros pobres ancestros), tan viejos como se han ido quedando, tan desfasados, tan rancios, tan antiguos.

21.2.11

Interiores

No me pagan mucho en el parque de atracciones, pero el trabajo también tiene sus ventajas. No tengo que fingir ni hacer muecas. Protegido por el disfraz de Mickey Mouse, oculto tras su cabeza sonriente, no tengo que esforzarme en parecer que me río. Puedo -mientras muevo los pies, mientras salto o bailo- adoptar el semblante que me salga de dentro. Puedo hacer lo que quiera con mis ojos, mis labios. Puedo incluso llorar sin que me vean. Detrás de esa sonrisa de oreja a oreja no necesito simular nada. Puedo hacer lo que mi alma me pida bajo el disfraz del ratón Mickey, resguardado por esa máscara sonriente, metido dentro de la gran risa falsa.

18.2.11

Espeluy

Tarde plana en el tren. Vagón de no fumadores (entonces los había, para distinguirlos de aquéllos en que sí se podía fumar). Se incorporan viajeros. Se animan a hablar. Uno dice que viaja para poner orden en un asunto de familia, a ajustar cuentas con alguien y dar un escarmiento.

Al acercarse a su destino afloran nervios. Saca un cigarro, lo enciende.

Miradas de soslayo, murmullos. Uno le recuerda que no puede fumar. Los demás se unen, forman un grupo, le exigen que apague el cigarro.

Tensión.

El hombre se levanta, planta cara al grupo, les reta a decidir quién va a quitarle el cigarro.

Viaja también una madre con su bebé. Esta mujer no dice nada. Sólo dirige al fumador una mirada tierna, casi cómplice, como la que mostrará a su hijo cuando un día le sorprenda en una travesura. El niño también mira al fumador, y sonríe.

El hombre apaga el cigarro, se sienta. Vuelve la calma.

Tras el viaje dos personas estrechan sus manos, comparten perdón.

16.2.11

Sin pena ni gloria

Unos segundos antes de morir, pensó:

“Mi vida ha sido vulgar y anodina. Una vida gris, sin pena ni gloria. Sin nada extraordinario para ser recordada. Sin nada digno de pasar a la historia. Una vida de mierda.

Pero creo que no causé la ruina a otros. Creo que no arrastré a nadie a la locura. Creo que no conduje a nadie a la miseria, ni a la perdición, ni a la desgracia.

No es, a fin de cuentas, tan poco.”

14.2.11

Aire

Iba en un viejo tren sin refrigeración. Era verano y las ventanillas estaban abiertas. Cansado del asiento, se puso de pie y, asomado a la ventanilla, dejó que el aire le diera en la cara. Sintió que aquel aire le refrescaba por fuera y por dentro. Sintió que el frescor disipaba todo lo que en su vida le había entristecido, todo lo que alguna vez le hizo sufrir. Se había hecho de noche. Bajo el claro de luna veía pasar los olivos, los senderos, la tierra, las luces de los pueblos dispersos a lo lejos… Y de pronto se dio cuenta de que nunca en su vida, nunca como en ese instante, se había sentido tan bien.

11.2.11

Hemorragia interna

Entra en la habitación del hospital como si temiera llegar tarde a una cita. Mira al enfermo y éste, tras la mascarilla y los tubos, reacciona con sorpresa. El visitante y el hombre encamado se estrechan las manos, fuerte, largamente, hablándose con la mirada. El silencio lo ocupa todo, así que la hija del enfermo tiene que salir. Fuera, con la vista nublada y una presión que crece en la garganta, la muchacha identifica a aquel hombre como el viejo amigo de su padre. Recuerda las charlas y risas de ambos, años atrás, cuando ella era pequeña. Ahora el visitante sale abatido al pasillo. Se acerca a la muchacha y dice: “Dejamos de hablarnos hace años. No recuerdo el motivo. Por una sandez…”. Se gira y echa a andar, haciendo gesto de despedirse con una mano y llevándose la otra a los ojos.

9.2.11

Como una ostra

Fue el caso que venía un amigo de mi padre y había que ir por él al aeropuerto, pero a mi padre le surgió un imprevisto que le tuvo ocupado hasta las seis. Así que me pidió que fuera yo a recoger a su amigo:

-Le traes aquí para que deje el equipaje y os vais a comer fuera. A las seis menos cuarto volvéis a casa y ya me encargo yo de él.

-¿Y de qué voy a hablar con tu amigo, si apenas le conozco?

-De animales. Jorge es un entusiasta de la zoología. De hecho, dirige documentales para televisión.

-Pues a mí los animales no me van mucho. Me aburriré como una ostra.

Pero finalmente no resultó mal. Hablamos de muchas cosas y, claro, también de fauna. Me preguntó cuál es mi animal favorito y yo, que al principio estaba aburrida, le contesté: -La ostra.

Ante lo cual afirmó:

-La ostra es un animal fascinante.

-¿Ah, sí?

-Por supuesto. ¿Conoces algún otro que haga perlas con las cosas que le duelen?

“Perlas con las cosas que le duelen”. Sí: cuando algo hiriente entra en su concha, la ostra lo envuelve segregando una sustancia mágica.

Hacer perlas con las cosas que duelen. Transformar lo dañino, construir encima de aquello que nos hirió.

Se me quedó grabado: "Hacer perlas con las cosas que duelen". A veces lo repito y me resulta útil.

7.2.11

Juntacadáveres

El viejo ex-cautivo del campo de Mauthausen fue al cine y vio El Hundimiento. Cuando Hitler ocupó la pantalla, desde su asiento le abroncó:

“Necio, más que necio, ¿para qué te ha servido todo el dolor causado? ¿Qué utilidad ha tenido destrozar tantas vidas? ¿Qué has salido ganando con tanto sufrimiento? ¡Has destruido a tanta gente, incluyendo a ti mismo!”.

Eso fue lo que el superviviente del campo de exterminio pensó viendo El Hundimiento, los últimos días de Hitler en el búnker. Y, mientras lo decía, le envolvió una mezcla de rabia y de tristeza.

Pero odio, lo que se dice odio, no sintió.

3.2.11

Un lugar en el mundo

Bienvenido a esta ciudad. Suponemos que, si ha elegido instalarse aquí, conocerá nuestra principal regla. No obstante y para evitar equívocos, queremos recordarle que quienes fundamos esta ciudad éramos (posiblemente) débiles, feos, bajos o torpes. Sin embargo, la razón por la que padecimos no fue ser débil, feo, bajo o torpe. La razón por la que padecimos fue que se nos comparó con otros (hermanos, parientes, vecinos…) más fuertes, más esbeltos, más altos, más listos. Muchos de nosotros sufrimos desde niños la comparación, a menudo persistente, con otras personas. Puede que fuera un proceder irreflexivo, incluso bienintencionado, pero a nosotros nos dolió. Por eso fundamos esta ciudad, la llamamos Sin Comparación y promulgamos su norma suprema: “Nadie puede ser comparado con nadie”. Si algún residente infringe esta regla, será obligado a irse de aquí. Por lo demás, la nuestra es una ciudad acogedora y –creemos- grata para vivir. Esperamos que, si decide quedarse con nosotros, su estancia le resulte feliz y, por encima de todo, incomparable.

1.2.11

Esa silla vacía

Tu coche se ha averiado en la autovía. Una grúa lo traslada al taller más próximo. Es uno de esos talleres de carretera, donde van a parar los vehículos siniestrados.

Te quedas mirando algunos: carrocerías reventadas, habitáculos hundidos, chapa rugosa como un fuelle. Caricatura cruel de estilizados diseños. ¿Cuántas personas habrán muerto en ellos? ¿De qué sirve ahora esa chatarra?

Cuando por fin tu coche está reparado conversas con el mecánico. Mientras rellenas un talón bancario te sorprende ver, en una vitrina, el logotipo de tu empresa. Está rotulado en un papel: la clase de formularios que usáis en la oficina. Preguntas al mecánico, y él:

-Apareció en un coche que trajeron hace quince días. Cuando se desguaza un vehículo salen muchas cosas: papeles, monedas, llaves… Todo lo que se fue colando por las rendijas. Yo los guardo, por si acaso.

Así que alguien de tu empresa sufrió un accidente. El mecánico ignora quién conducía aquel coche, pero te asegura que su chasis quedó destrozado.

Estás de vacaciones, como el resto de la plantilla. Cuando vuelvas al trabajo faltará una persona. ¿Quién?

El 1 de septiembre saludas a tus compañeros. Aún quedan varios por incorporarse a la oficina. Cada vez que se abre la puerta piensas “éste tampoco”. Después, una silla desocupada y un rumor que cobra fuerza (“murió el 2 de agosto”). Al fin la víctima tiene un rostro: ése que ya no verás.

Miras a tu alrededor, te miras a ti mismo y piensas que componéis el club de los supervivientes.