23.5.08

Con las mismas manos

Luego llegó a casa, se quitó la capucha, y con las mismas manos con que apretó el gatillo, con las mismas manos con que disparó el arma, preparó el biberón a su hijo.

21.5.08

Sin

Se levantó sin ganas, sin ilusión, sin esperanza.

Fue a trabajar sin ganas, sin ilusión, sin esperanza.

Regresó a casa sin ganas, sin ilusión, sin esperanza.

Cenó sin ganas, sin ilusión, sin esperanza.

Se fue a dormir sin ganas, sin ilusión, sin esperanza.

Y cuando se metió en la cama se preguntó cómo podía vivir así, y cuánto tiempo más resistiría sin ganas, sin ilusión, sin esperanza.

3.5.08

Espeluy

Tarde plana en el tren. Vagón de no fumadores. Se incorporan viajeros. Se animan a hablar. Uno dice que viaja para poner orden en un asunto de familia, ajustar cuentas con alguien y dar un escarmiento.

Al acercarse a su destino afloran nervios. Saca un cigarro, lo enciende.

Miradas de soslayo, murmullos. Uno le recuerda que no puede fumar. Los demás se unen, forman un grupo, le exigen que apague el cigarro.

Tensión.

El hombre se levanta, planta cara al grupo, les reta a decidir quién va a quitarle el cigarro.

Viaja también una madre con su bebé. Esta mujer dirige al fumador una mirada tierna, como la que mostrará a su hijo cuando un día le sorprenda en una travesura. El niño también mira al fumador, y sonríe.

El hombre apaga el cigarro, se sienta. Vuelve la calma.

Tras el viaje dos personas estrechan sus manos, comparten perdón.

La zona oscura

La intimidad de los muertos. Secretos guardados en sus armarios, papeles, estantes. Lo que ni siquiera revelaron a sus íntimos.

El cajón de la mesa donde trabajaba Javier.

De un sobre extraes la foto amarillenta de una muchacha, probablemente su primer amor; una placa con el nombre de “Rayo”, el perro de su infancia; y un plano.

Un croquis del barrio en que viviste con tus padres: tu casa, las calles próximas, la plaza donde aparcabas el coche.

Anotaciones junto al plano: Suele llegar a la plaza a las nueve. Cuando ella cruce de acera y antes de que suba a su coche, girar marcha atrás hacia la derecha. Conviene que la chica vea el golpe. Asegurarme de que golpeo el faro. A continuación bajar y decirle: " - ¿Es tuyo el coche? Vaya, lo siento, he roto el faro. Perdona, ahora tengo mucha prisa. Pero esta tarde te llamo y arreglamos lo del seguro". No olvidar pedirle el teléfono. Después llamarla, quedar en una cafetería.”

“La chica” eres tú.

Veinte años sin contártelo, haciéndote creer que vuestro primer encuentro fue casual. Disfrutabas diciendo “nos conocimos por casualidad: gracias a que Javier rompió el faro de mi coche”. Y sin embargo no fue un accidente. Él lo había planeado con detalle: dónde girar, dar marcha atrás, un golpe en el faro… “Perdona, lo siento, qué despiste. Mira, ahora tengo mucha prisa, pero dame tu teléfono y te llamo esta tarde. Tomamos un café y rellenamos el parte del seguro”. Luego más llamadas, citas… Y después, una vida entera juntos.

Trozos de él que no quiso compartir contigo, tal vez con nadie.

Tu voluntad se divide: entre el deseo de saber más y la sensación de allanar un espacio sagrado. Finalmente encuentras un cuaderno de hojas manuscritas, algo parecido a un diario. Si Javier viviera no lo leerías, pero ahora es distinto. ¿Es distinto?

Empiezas a leer su diario pero, en la segunda página, tus pies te llevan a la cocina, enciendes una cerilla y mientras el cuaderno arde te preguntas, como cuando eras niña, de qué color es el fuego.

2.5.08

Menos mal

Se ve que no le basta con ser pobre y tener que ir por las calles de Jaén recogiendo cartones. Se ve que, además, debe ser humillado.

Mientras saco a pasear a la perra, a veces viene la inspiración. El primer verso te lo dan los dioses, pero no hay que dejarlo escapar. Por eso me siento en un banco y escribo. Esta vez estoy demasiado tiempo y, cuando me levanto, Titina no aparece. La busco por el parque, la plaza, los jardines… Finalmente al torcer una esquina la veo. Está con otros perros y, a su lado, hay un hombre con boina y con un carro cargado de cartones. Pregunta:

-¿Es suyo el perro?

-Sí.

-Tos los perros se me pegan. Pero yo na más recojo los que no tienen amo. Y éste no parecía callejero. Un cuarto de hora llevo, aquí parao, esperando al dueño del animalico.

(Lo escribo en jienense porque lo recuerdo así.)

-Muchas gracias –le digo; y me llevo a Titina.

Justo cuando me despido pasa un coche. Desde dentro un ocupante baja la ventanilla y, sabiéndose impune, grita:

-¡Piturda! ¡Borrega!(Es tradición insultarle.)

El insultado acaricia a sus perros (“menos mal que los tengo a ellos”, pienso que piensa) y con ellos echa a andar calle abajo.