31.3.09

Extraños en un bus

Como casi todos los días, el conductor del autobús ve subir al viejecito con una bolsa en la mano. Al llegar a su destino, un perro espera y recibe puntualmente al anciano. A veces éste no viaja, y entonces el perro aguarda hasta que todos los viajeros descienden del autobús y se alejan. Entonces, al cabo de un rato el perro asume que el viejecito no ha venido hoy.

Pero ahora es mucho tiempo seguido sin que el anciano viaje. Demasiados días en que el perro, con ojos anhelantes, esperó inútilmente y se marchó decepcionado.

El conductor del autobús observa que últimamente el perro ha enflaquecido, y entonces ata cabos: Lo que el viejecito traía en la bolsa era comida para el perro. Tal vez el anciano esté enfermo (o haya muerto) y ahora no puede traérsela.

Entonces el conductor decide suplir al viejo. Todos los días lleva al perro los huesos sobrantes del cocido o algún despojo que compra en el mercado.

El perro sigue alegrándose cuando ve llegar el autobús. Ya no sólo espera al viejecito, ahora también busca al conductor.

Un día, de pronto, el anciano reaparece. Envuelto en una bufanda, con aspecto de haber pasado alguna enfermedad y con una bolsa en la mano, vuelve a ocupar su asiento en el autobús. El conductor lo nota tenso, con un sinvivir que le impide dejarse caer en el respaldo. Así que le dice:

-No se preocupe por su perro. Está bien. Sigue viniendo todos los días a esperarle.

Entonces el anciano sonríe y se acomoda.

El conductor no dice nada de que, durante semanas, ha sido él quien ha alimentado al perro. Y al llegar al destino no sale del autobús: contempla desde su cabina el alborozo del reencuentro humano y perruno.

-¡Canelo! ¡Canelo!

Y el rabo de Canelo gira como un aspa.

En el regreso el conductor no pone la radio. Prefiere pensar en las palabras del judío que recorría los desiertos:

“No hagas el bien pensando en que te alaben. Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu mano derecha”.

Y concluye:

-Puede que el que dijo eso no fuera Dios, pero en todo caso era un tío cojonudo.

30.3.09

Sobre tus piedras lunares

-Pero no es igual. La última vez tenías 36 años y ahora has cumplido 54. No es probable que tus facultades sean las mismas: equilibrio, aptitud cardíaca y pulmonar, resistencia antigravitatoria…

-Bueno, he seguido un programa de reentrenamiento. Podría pasar un test psicofísico.

-Además, en este momento disponemos de suficientes candidatos.

-Pero no con mi experiencia.

-No, claro: hay pocos astronautas que hayan estado en la Luna. Pero tampoco hay previsión de viajes lunares a corto plazo. Son un dispendio. Ahora los proyectos tripulados tienen un enfoque más práctico: laboratorios, misiones orbitales…

-Quien pudo lo más, puede lo menos.

-Está bien: haré que se estudie tu solicitud. Pero dime, en confianza, ¿por qué quieres volver al espacio?

-Te lo diré si me guardas el secreto.

-Somos amigos, ¿no?

-¿Sabes? La última vez que vi la Tierra desde allí arriba pensé: “en aquel planeta hay tres personas a quienes detesto”. Pero ahora me he reconciliado con ellas: las he perdonado y ellas a mí. Así que quiero volver a lo alto y poder decir: “en aquella bola azul no hay nadie hacia quien sienta odio”.

27.3.09

Mientras dormías

Sin saberlo ni estar ahí, a veces aparecemos (como protagonistas o actores secundarios) en los sueños de otros.

-Anoche soñé contigo-, nos dice alguien.

-¿Y cómo era yo (ese yo) en tu sueño?

26.3.09

Cosas que olvidé celebrar

-¿Quién es?

-Buenos días, doña Gema. Soy un amigo de su hijo Enrique. ¿Puede abrirme?

-¿Le manda mi hijo?

-Verá, señora. Es que su hijo ha tenido un accidente con el coche. Nada grave, pero los médicos quieren hacerle unas pruebas. Le han llevado al hospital para sacarle una radiografía. Y el problema es que el coche hay que retirarlo de la calle. Por eso Enrique ha avisado a una grúa. Y yo vengo de su parte: para que le deje algo de dinero con que pagar la grúa. Es que, claro, él ahora no puede pasar por su casa.

-Ya, comprendo. ¿Pero de verdad que mi hijo está bien?

-Se lo aseguro. Yo pasaba por allí cuando chocó y Enrique ha salido por sus pies. Sólo tiene alguna magulladura.

-Vaya por Dios… Espere, que le dejo el dinero que tenga en casa. A ver, ¿será suficiente?

-Seguro que sí. Bueno, señora, encantado de conocerla. Adiós.



Gema ansía que el hombre se marche para poder preguntar por Enrique, averiguar su verdadero estado.

Llama a casa de su hijo.



-Dígame.

-Belén, soy Gema. ¿Cómo está Enrique?

-¿Enrique? Bien. Está aquí, en su despacho… Si quieres te lo paso.

-¿Pero ya ha vuelto del hospital?

-¿Qué hospital?

-Mujer, pues por lo del accidente.

-Pero Gema, no sé de qué me estás hablando.



Gema empieza a entender que ha sido estafada. Aquel hombre, habiéndose enterado de su nombre y el de su hijo, le ha arrancado el dinero que tenía en casa.

Una parte de ella se indigna con el timador. Otra parte se llena de euforia al saber que su hijo está ileso, que no ha sufrido ningún daño, y que (sin haber reparado en ello) las personas a las que Gema más quiere viven y, pese a su innata fragilidad, se hallan saludables.

Una parte de Gema marca el número de la policía. Otra parte interrumpe la llamada, cuelga el teléfono y descorcha el vino de las grandes ocasiones.

24.3.09

El muro

No nos asombró su soltura, sino nuestra ofuscación.

Todos los días, a la hora de comer, la misma lucha. Queríamos ver la película, pero no era posible sentarnos todos frente al televisor.

Pensamos en colocar una mesa más grande, pero el comedor no era lo suficientemente amplio.

Pensamos en comer más pronto para terminar antes de que empezara la peli, pero los horarios paternos lo impedían.

Así que siguieron las carreras para llegar antes a la mesa, y los codazos, empujones y patadas entre los hermanos. Incluso hubo algún día vuelo de cucharillas.

Más tarde hicimos turnos para sentarnos, cada día, de cara o de espaldas al televisor.

Pero los turnos no se respetaban y volvieron las broncas. Al final, mi padre se enfurecía y apagaba la tele.

Así, diariamente, durante un montón de años.

Hasta que se estropeó la persiana.

El persianero se presentó a la hora de comer. Mientras reparaba la persiana presenció una de nuestras riñas. Movido por la virulencia de la discusión, cogió el espejo que había en el vestíbulo y lo colocó en el comedor, frente a la tele.

Todos nos miramos desconcertados: De pronto, era como si en el comedor hubiera dos televisores, uno a cada lado.

Lo que nos asombró no fue la ocurrencia del persianero, sino nuestra torpeza. No su resolución, sino nuestra opacidad para algo tan obvio.

Sentimos que un muro se había alzado, durante años, entre la evidencia y nosotros. Y la energía gastada en rencillas nos había impedido demolerlo.

Borro de mi mente al persianero y todavía me veo allí, en el comedor, discutiendo con mis hermanos.

23.3.09

El secreto

Poco antes de morir, mi abuela consideró su deber confesarme el secreto que hasta entonces había guardado. El secreto era que, puesto que mis padres no me habían bautizado, ella y su esposo (mi abuelo) aprovecharon una tarde que, siendo yo niño de apenas un año, mis padres me dejaron con ellos para ir al cine, y entre los dos me bautizaron en el fregadero de la cocina. Mi abuela me sostuvo en brazos y mi abuelo ofició la ceremonia.

“Lo hicimos para que, en caso de morir, fueras al Cielo y no al Limbo”, me aclaró.

Al oírlo sentí como si la memoria se me abriera y recordé a mis abuelos puestos de pie, muy serios, y de pronto agua chorreándome cabeza abajo.

“Así que fue eso” –pensé-. “El primer recuerdo de mi vida era eso”. Y me pregunté: “¿Cómo podían creer mis abuelos que el porvenir, el destino eterno de un niño, dependería de echarle un chorro de agua? ¿Cómo podían pensar que mojándome el pelo me librarían de una cosa llamada Limbo? ¿Cómo podían creerlo?”.

Pero a mi abuela no le expuse mi perplejidad. Le dije sólo: “Gracias, abuela”. Después de todo, ¿qué culpa tenía ella de creer, de que le hubieran hecho creer, eso?

18.3.09

Impagable

Un día antes de cumplir su condena, el director de la prisión le dijo: "Mañana quedas en libertad. Ya has pagado por lo que hiciste".

Pero el ya ex-recluso sabía que no había pagado. Porque, años atrás, quitó la vida a otra persona y jamás podría pagar el precio. Porque nunca, nunca, nunca iba a saldar su deuda.

16.3.09

Pájaros en la cabeza

Se dictó una norma, la Ley de Defensa de la Realidad, que dispuso que:

“Se prohíben las novelas y relatos.

Se prohíben las películas, las obras teatrales, las series de televisión, los cortometrajes, las fotonovelas y los seriales radiofónicos.

Se prohíben los poemas, los romances y las coplas.

Se prohíben los cuentos infantiles, los guiñoles y los títeres.

Se prohíben los comics, los tebeos y los dibujos animados.

Se prohíben las fábulas, las leyendas y los mitos.

Se prohíbe el humor gráfico, las viñetas y los chistes.

Se prohíben las canciones, los villancicos y las nanas.

Se prohíben las metáforas, sugestiones e hipérboles.

Se prohíben las evocaciones, ensoñaciones y premoniciones…

En materia de artes plásticas, se prohíbe todo cuanto no sea copia realista de objetos y paisajes, sin distorsión ni abstracción. Se destruirán las esculturas y pinturas (incluidas las rupestres) que no cumplan tal requisito.

Se prohíbe cualquier asomo de ficción o inventiva.

Se prohíbe todo lo anterior para que nada nos aparte, para que nada nos despegue de la realidad.”

Pero pronto empezó la avalancha de delirios y alucinaciones. Se multiplicaron los desórdenes psíquicos. Mucha gente hablaba sola por las calles. Otros andaban entristecidos, cabizbajos y arrastrando los pies, como almas en pena. Como muertos en vida.

Se disparó, también, la cifra de suicidios.

Y es que no había más alternativas que el delirio y la muerte. No había más salidas ni escapatorias. No había otras zonas de refugio o descanso.

Y, para no terminar todos muertos o dementes (o sea, por el bien de la realidad y de su percepción), las pocas inteligencias lúcidas que aún quedaban decidieron derogar, finalmente, la Ley de Defensa de la Realidad.

13.3.09

Rebobina

Recompón el vaso roto: junta sus mil añicos, las astillas de vidrio dispersas por el suelo.

Devuelve ahora a la jarra el agua que vertiste. Haz que esté otra vez llena, que no falte una gota.

Mete otra vez la pasta de dientes en su tubo.

Desquema aquellos árboles a los que hiciste arder. Reconfigúralos. Reponlos a partir de su humo y sus cenizas.

Venga, borra tus actos. Suprímelos. Deshazlos. Déjalo todo igual que antes de haberlos hecho.

12.3.09

Y tú de qué te ríes

Oí a alguien decir:

“Se aprovechan de que no tengo estudios para indiscriminarme”.

Y yo me reí, no sé si voluntaria o involuntariamente (¡ indiscriminarme !), pero luego me avergoncé de mi risa. Sí: sentí una íntima vergüenza, y me eché una gran autobronca, por haberme reído.

(Hay que ser tan bruto, tan ignorante para reírse de la ignorancia ajena…)

10.3.09

De estas prisiones cargado

Estoy dentro de él, así que casi nunca lo veo. A veces me lo encuentro de frente, cuando paso (pasa) ante un espejo, pero rápidamente desvío la mirada. Me cuesta aceptar que va conmigo a todas partes. Me resisto a asumir que soy él.

9.3.09

Film

Esta grabación dura varias décadas. Es una sola toma, hecha sin pausas y con la misma cámara. No son secuencias aisladas que más tarde se monten, sino una escena larga, con acciones continuas que hay que desarrollar: cada uno en su papel, ciñéndose al guión, improvisando a veces y sin ensayos previos. Actuando de un tirón hasta que venga el director (se supone que existe) y grite corten.

5.3.09

Ególatra

Siente una gran necesidad de ser admirado. Y por eso se conduce con pedantería. Anhela asumir protagonismo, acaparar la atención. Exhibe de continuo sus títulos, sus méritos. Busca con desesperación los focos y las cámaras. Y no se da cuenta de que, con todo eso, obtiene justo lo contrario de lo que busca. Lo más opuesto a la admiración. El ridículo.

4.3.09

Quinto mandamiento

Una chica joven, en la calle, repartía octavillas. Me dio una y la leí:

Todos los animales que poseemos sistema nervioso tenemos capacidad de sentir y sufrir. A ninguno nos gustaría estar encerrados o privados de movimiento, ni que nos golpearan, ni que nos arrebataran la vida contra nuestra voluntad. Nuestro objetivo pasa por que se establezca el principio de igualdad entre todos los animales, entendido como una idea moral, reconociendo que la vida y la libertad de los demás animales son tan importantes para ellos como las nuestras para nosotros. Es hora de dar otro paso, de avanzar hacia una única moral, superando cualquier prejuicio y la idea de que los animales son cosas de nuestra propiedad simplemente por no ser iguales a los humanos y no pertenecer a nuestra especie. El `especismo’ se opone a la esclavitud, explotación y muerte de cualquier animal no humano y excluye el consumo de productos de origen animal.”

Y tras leer esto recordé que el Dios del Sinaí, cuando en sus famosas tablas dijo “No matarás”, se refería a los humanos. Sólo a los humanos. Es más: en otros lugares de la Biblia no le importaba, incluso exigía, que se le ofrecieran sacrificios animales. Y, en fin, nunca hubo una palabra suya para mandar que no se haga sufrir, al menos sin necesidad, a los animales.

Así que le dije a Yavéh:

-En cuestión de ética, de piedad, de compasión…, esta chica va por delante de Ti. Mientras que a Ti te da igual el dolor animal, a ella sí le importa. Creo que deberías tomar nota y aprender de ella.

Eso fue lo que le dije al legislador del Sinaí. No sé si Él me escuchó, pero yo se lo dije.

3.3.09

Mi verdadero origen

Mis padres se conocieron en una comisaría. Fueron llevados allí para interrogarles después de una manifestación en la que participaron. Era una de esas concentraciones antifranquistas de finales de los 60.

Antes de que la policía los detuviera, mis padres no se habían visto nunca. Fueron detenidos por separado, pues cuando apareció la policía los manifestantes salieron corriendo. Aunque los arrestaron en lugares distintos, la casualidad hizo que los llevaran a la misma comisaría.

Al detenerle, a mi padre le habían dado un golpe con una barra, por lo que le sangraba una ceja. Por eso, antes de que le tomaran declaración, mi madre le prestó un pañuelo para que se lo pusiera en la herida. Tras limpiarse la sangre, mi padre se guardó el pañuelo en el bolsillo.

Luego declararon por separado y los trasladaron a calabozos distintos.

Cuando, días después, mi padre fue puesto en libertad, se empeñó en que tenía que devolver el pañuelo a mi madre. Recordó que, durante la manifestación, mi madre llevaba un libro de Anatomía. Así que estuvo yendo durante varios días a la Facultad de Medicina hasta que, por fin, la localizó.

Le devolvió el pañuelo y… Bueno, el resto ya os lo imagináis: siguieron viéndose, se hicieron novios y nací yo.

Es una historia bastante anodina. Pero hay, en ella, una especie de paradoja. Y es que, de no haber sido por aquella manifestación antifranquista, de no haber sido por la intervención policial..., yo no habría nacido. Es casi seguro que, de no haber sido por eso, mis padres no habrían llegado a conocerse.

Mis padres odiaban la dictadura pero, de no ser por ella, nunca se habrían encontrado. Ni tampoco me habrían concebido.

En este sentido la dictadura fue beneficiosa para ellos… y para mí.

Si mentalmente elimino la dictadura, si hipotéticamente suprimo la represión policial…, entonces también desaparezco yo.

Es decir que, en cierto modo, debo mi vida a un régimen autoritario. Debo mi existencia a la represión.

Cuando este pensamiento me viene a la cabeza, intento apagarlo. Me digo a mí mismo: “es una idea absurda”.

Lo que no significa que no sea verdad.

2.3.09

Qué te han hecho

¿Cómo han podido, Alonso (mi señor Don Quijote), sacarte de tu mundo de castillos, gigantes, caballeros, princesas...?

¿Cómo han sido capaces? ¿Cómo se han atrevido?

(¿Acaso no entendían que aquél era tu sitio?, ¿acaso no sabían que allí te sentías bien?)

¿Por qué te han arrojado de nuevo a la aspereza, la lucidez tediosa, el lugar del que huiste?

¿Por qué te han conducido de regreso a lo gris?