26.2.10

Cuando yo sea tú

El mundo era injusto. Miles de personas morían de hambre cada día. Otras tantas perecían por epidemias, por ausencia de higiene o por beber agua contaminada. En muchos sitios se carecía de atención médica. Las enfermedades que aquejaban a los más pobres eran incurables por falta de remedios, ya que su producción no resultaba rentable para la industria farmacéutica. Los niños debían trabajar, a menudo, desde los ocho años. Había infraviviendas y analfabetismo.

Mientras tanto, en otra parte del planeta –la zona opulenta-, la gente derrochaba alimentos, ropa, energía… Les sobraba de todo. A menudo se desplazaban en coche sin necesidad, por puro placer. Pagaban costosas operaciones de cirugía estética. Comían sin tener hambre y luego, al saberse obesos, tomaban fármacos para adelgazar.

Entonces se creía que solamente se vive una vez. Una existencia y no más. De modo que cada cual llevaba la vida que le había tocado en suerte. Y a casi nadie le importaba el infortunio ajeno.

Hasta que se descubrió que no es así. O sea: hasta que se supo que los cuerpos se extinguen, pero las conciencias no. Las yoidades permanecen y se insertan en otros cuerpos. Tras morir, inmediatamente o al cabo de un tiempo, uno pasa a ser otra persona. Y no conoce, de antemano, cuál.

Se borra la memoria de las vidas anteriores, pero permanece la autopercepción, la conciencia de uno mismo… sólo que en otro cuerpo: dentro de otro yo.

Por eso, alguien que ha vivido en Europa puede nacer después en Asia o en África: en un país pobre, sumido en la carencia.

Quien ha sido rico puede, tras su muerte, nacer en un entorno mísero.

Quien fue varón puede, con posterioridad, nacer mujer.

Quien fue de raza blanca puede, más adelante, nacer de color.

Quien ha gozado de buena salud puede, después de morir, ser alguien que nace con un defecto físico o con una enfermedad congénita…

Nadie sabe quién va a ser -quién le va a tocar ser- más adelante.

Nadie sabe dónde, ni en qué circunstancias, va a nacer después.

Y por eso ahora todos desean un mundo igualitario. Un mundo sin diferencias sociales, ni raciales, ni geográficas. Un mundo sin subdesarrollo, sin zonas deprimidas. Un mundo en el que, en todas partes, se proteja a los necesitados. Un mundo en el que nadie quede abandonado a su suerte.

Nadie defiende ya los abusos ni los privilegios, sabiendo que, en otra vida, se volverían contra él. Nadie acepta que haya exclusión social porque le consta que, antes o después, sería él el excluido: cuando le toque ser pobre, enfermo, inmigrante… Nadie apoya las discriminaciones porque, en algún momento, el discriminado sería él. Por miedo a que, más tarde, ese desfavorecido (ese pobre, ese enfermo, ese inválido…) sea uno mismo. Por temor a estar, luego, en su piel.

De modo que lo que no pudo la solidaridad, lo ha podido el miedo.

Y gracias a ello, por fin, el mundo es justo.

25.2.10

Rebobina

Recompón el vaso roto: junta sus mil añicos, las astillas de vidrio dispersas por el suelo.

Devuelve ahora a la jarra el agua derramada: el agua caída al suelo. Haz que esté otra vez llena: toda el agua en la jarra sin faltar ni una gota.

Desfríe el huevo frito. Retórnalo a su origen: la clara y yema líquidas, y el cascarón intacto.

Mete otra vez la pasta de dientes en su tubo.

Desquema aquellos árboles a los que hiciste arder. Reconfigúralos. Reponlos a partir de su humo y sus cenizas.

Venga, borra tus actos. Suprímelos. Deshazlos. Déjalo todo igual que antes de haberlos hecho.

22.2.10

Tengo una pregunta para usted

Inesperadamente, sin avisar, irrumpe en el Congreso Bíblico. Se presenta y muestra su credencial de enviado de Yahvéh: una lengua de fuego cayendo sobre su cabeza.

Los congresistas, sorprendidos, interrumpen la ponencia (sobre Salmos y Parábolas) que estaba discutiéndose y ceden al recién llegado el lugar preeminente.

El emisario se sienta en la presidencia y se dirige a los congregados:

-Podéis preguntar lo que queráis. Resolveré vuestras dudas bíblicas. Os aclararé todo. Todo menos, quizá, alguna cuestión.

Un exégeta de la Biblia, sintiendo que ha llegado el momento de resolver el gran misterio, levanta su mano, se acerca el micrófono y dice:

-Reverendísimo emisario: el Apocalipsis lo entiendo. Se comprende que Yahvéh quiera acabar con todo esto. Lo que, en cambio, no entiendo es el Génesis. O sea: ¿para qué creó el mundo?, ¿con qué objeto?

Y el enviado, tras carraspear, contesta:

-Me parece que empezamos mal. Es justo la pregunta que no estoy autorizado a responder.

18.2.10

Cuestión de suerte

Es pobre y va de bar en bar ofreciendo lotería. Con lo poco que saca vendiendo décimos añade algo a los escasos ingresos de su marido, reticente al trabajo y proclive a la juerga.

Ha conseguido vender todos los décimos del sorteo de Navidad que le han dado en la administración de loterías. Todos menos dos: dos boletos del mismo número, que se guarda para ella.

No es que piense seriamente que va a tocarle. Lo hace, más que nada, por no saberse expulsada del ritual navideño. Por sentir que no queda excluida del bombo.

Esconde los décimos de lotería en su cama, entre el colchón y el somier, junto al dinero recaudado.

Pero unas horas después el dinero no está. Obviamente su marido lo ha visto y se lo ha llevado. Al menos los décimos siguen ahí.

Como necesita dinero para la compra del día siguiente, coge los dos décimos e intenta venderlos.

Es de noche. Deja a sus hijos acostados, sale a la calle y empieza su habitual recorrido por los bares. En uno de ellos un cliente le dice:

-Venga, vete a casa con tus niños. Me quedo con los décimos.

En el sorteo del 22 de diciembre el número que tenía sale agraciado. Le corresponde un premio importante.

(De nuevo la suerte -siempre ella-, riéndose en su cara.)

Pero, dado que en la vida no todo puede ser malo, el hombre que le compró los décimos decide darle una parte del premio. Tampoco mucho: algo así como el diez por ciento.

Y ella le dice: “Prefiero haberle vendido a usted los décimos antes que a cualquier otra persona… Y además, ¿sabe qué? Estoy segura de que, si me los hubiera quedado, no habría salido ese número. Conociendo la suerte que tengo, habría salido otro”.

17.2.10

Sobre todo no pienses

Levántate.

Vístete.

Desayuna.

Despídete de tu mujer.

Cierra la puerta despacio, no sea que despiertes a los niños.

Sal a la calle. Camina.

Espera el autobús.

Apéate al llegar al campo de prisioneros.

Identifícate. Firma el control de entrada.

Saluda a tus compañeros.

Incorpórate a tu puesto.

Separa a los reclusos. A un lado, los válidos para el trabajo. A otro, los viejos o enfermos. A otro lado, en fin, las mujeres y niños.

Destínalos: talleres para unos; gas para los demás.

No mires a los ojos. Supón que son objetos. Sólo di números y "al taller" o "revisión higiénica".

No oigas sus gritos. Canturrea algo mientras sollozan. No mires que se abrazan ni contemples su espanto. Piensa "es mi trabajo, tan sólo cumplo órdenes".

Comprueba que el sistema ha funcionado. Abre la puerta. Manda llevar los cadáveres al horno.

Mira el reloj. Pausa para comer.

Charla con los colegas. Cuenta chistes, comenta las noticias que vienen del frente.

Vuelve al trabajo. Ordena que recojan a los de los talleres.

Haz recuento de los útiles. A los otros ya no hay que contarlos.

No admitas preguntas. Silencia y castiga a quienes quieran saber.

Ve al pabellón de guardias. Date una ducha, quítate ese olor.

Firma el parte de salida. Espera que venga el autobús.

Baja. Camina hasta casa. Besa a tu mujer. Besa a tus hijos. Acaricia al perro. Sácalo a orinar.

Mientras, piensa en tus rutinas: el partido del domingo, ese grifo que gotea… Prohíbete pensar en ojos, en gemidos.

Vuelve a casa. Ayuda a los niños con los deberes. Busca una emisora que ponga música. Cena con tu familia.

Di "buenas noches, niños". Ponte el pijama. "Buenas noches, mi amor". Dale la mano, quizá algo más. Y ahora la pastilla para dormir. No pienses en nada. Sobre todo no pienses. Duerme. Duerme. Mañana aguarda otro día de trabajo.

16.2.10

Las cartas boca arriba

En el hospital le anuncian que le quedan dos meses de vida. De vuelta a casa, se siente triste pero no llora. Piensa que a su muerte quedarán flecos, cabos sueltos. Y una idea le viene a la cabeza: va a escribir varias cartas, mensajes dirigidos a las personas a las que hirió alguna vez. Va a explicar por qué lo hizo. Va a pedirles perdón.

Escribe seis cartas, las mete en seis sobres, les pone seis sellos y, seis días antes del plazo concedido, las echa en un buzón.

“Ya puedo irme en paz”, se dice.

Pero el plazo vence y él no muere.

Un día, volviendo de la quimioterapia se topa con uno de los destinatarios. Éste se sorprende:

-Pero… creí que… Como en tu carta decías que…

-Pues ya ves, no me he muerto aún. Me dieron dos meses, pero se ve que los médicos se quedaron cortos.

-Oye, pues me alegro de que sea así. Verás, tu carta me dejó aturdido. Aquello que cuentas no tuvo importancia. En realidad lo había olvidado y…

-Te escribí porque necesitaba cerrar aquella herida. Quizá a ti no te dolía, pero a mí sí.

Siguen hablando. Toman un café. Se cuentan cosas y, mientras charlan, sonríen.

Nueve meses, diez meses… La que tenía que venir no viene. ¿Se le habrá olvidado la cita?, ¿se le habrá parado el reloj?

Ha pasado un año desde el día de los sobres. Un año suplementario, un año de prórroga. “En todo este tiempo no ha habido motivo para escribir otras cartas. A nadie más tengo que pedir perdón”, piensa.

A pesar del diagnóstico, que sigue en pie, se siente alegre en este aniversario.

Y se pregunta si las cartas que escribió pueden ser la razón de que la “cuenta atrás” no se haya cumplido. La razón de que el plazo de caducidad siga estirándose.

15.2.10

Los años perdidos

Mi perra desapareció hace cuatro años. La dejé atada junto a la puerta de un supermercado (al que no dejaban pasar con perros) y cuando salí ya no estaba. Probablemente me la robaron.

Fue un duro golpe para toda la familia, especialmente para mis hijos, tan acostumbrados a jugar con ella.

La buscamos por todas partes, pusimos carteles con su foto, incluso ofrecimos una recompensa a quien la devolviera o encontrara... Pero fue inútil.

Poco a poco fuimos asumiendo su pérdida. Nos resignamos a no volverla a ver.

Sin embargo, hace una semana mi perra apareció. Nos telefonearon desde una ciudad que dista más de cuatrocientos kilómetros de la nuestra. Según nos dijeron, unos policías locales la habían encontrado suelta, en la calle, y la habían llevado a la perrera municipal. Allí leyeron, con un aparato adecuado, el microchip que llevaba en una oreja (se lo habían puesto la primera vez que la llevamos a vacunar) y de ese modo dieron con nosotros.

Ya podéis imaginar nuestra sorpresa y nuestra alegría.

Al día siguiente recorrimos en coche los cuatrocientos kilómetros para recoger a la perra. Estaba casi irreconocible: demacrada, sucia, llena de mordiscos y arañazos. Había perdido varios kilos. Pero era ella. Empezó a lamernos y a mover el rabo en cuanto nos acercamos. Y, por supuesto, seguía atendiendo a su nombre (Nala).

Ahora, como digo, lleva una semana en casa. En este tiempo ha mejorado su aspecto. Está limpia y ha ganado algo de peso. Ha reanudado sus hábitos: las carreras por el parque mientras yo hago footing, el mismo cesto de dormir… Todo igual que antes de desaparecer hace cuatro años.

En este momento me está mirando. Yo la acaricio y le digo: “Cuéntame tu historia. Sí, dime, ¿qué te pasó? ¿Te robaron? ¿Te perdiste? ¿Qué caminos has andado? ¿Has tenido que cazar para comer? ¿Has sentido miedo y frío y tristeza? ¿Has conocido a otra gente? ¿Has conocido a otros perros?... Vamos, cuéntamelo todo”.

Y sé que, si pudiera -si sus labios se lo permitiesen-, me lo contaría.

Pero no puede. Ella conoce su historia (“Los años perdidos de Nala”) pero no puede narrármela. Así que me quedo con la intriga, con la decepción de no oír tan fascinante relato.

12.2.10

Necrópolis

Cada 31 de octubre, Día de Difuntos, viajo al pueblo de mi abuela. Es como un rito. La acompaño al cementerio para que no tenga que ir sola a llevar flores a sus muertos (que también son míos, aunque no conocí a casi ninguno).

Es un cementerio pequeño, como el pueblo en que vive mi abuela, de unos cinco mil habitantes.

Después de poner flores en las tumbas de mi abuelo, de mis bisabuelos y de mis tíos-abuelos, damos un paseo por el recinto.

Es lo mejor de todo. Mientras andamos, mi abuela me cuenta la vida de algunos inquilinos:

“Los dos que están aquí enterrados eran novios. Ella murió de tifus y él ya no quiso casarse con nadie. El novio murió años después, de tristeza probablemente, y antes pidió que lo enterraran al lado de ella.

Este otro era más malo que un dolor. Se aprovechaba de la gente humilde. Les prestaba dinero y les pedía en prenda las escrituras de sus casas. Llevó a muchos a la ruina.

Ésta es la mujer del que está enterrado arriba, pero se veía a escondidas (tú ya me entiendes) con otro que está en aquella hilera.

Éste fue médico del pueblo. Se desvivía por atender a la gente, de día y de noche. Era una persona muy querida.

Éste de aquí me pretendió. Una vez, mientras estábamos cogiendo aceituna, dijo “me he enamorado”. Yo le pregunté “de quién” y él “pues de ti”. Pero le di calabazas. Fue poco antes de que tu abuelo se me declarara. Fíjate qué cosas: si llego a decirle que sí a éste, tú no habrías nacido. En fin, voy a ponerle un clavel.

Éste otro era un borrachín. Siempre andaba dándole a la botella. Cada vez que se emborrachaba le entraba un ataque de celos y zurraba a su mujer. Murió joven, de algo del hígado.

Ésta de aquí murió en un incendio. Al ver que la casa de los vecinos (un matrimonio de ancianos) estaba en llamas, entró para socorrerles y al final murieron los tres.

Éste era el cacique del pueblo. Se acostaba con mujeres casadas. Los maridos, como eran pobres, consentían con tal de que el cacique les diera algo para sacar adelante a sus hijos.

Éste murió en la guerra civil. Lo hirieron en el frente y lo llevaron a un hospital de campaña. Una pierna se le gangrenó. Cuando intentaron amputársela le falló el corazón. Sus padres fueron por el cadáver para enterrarlo aquí.

Ésta era la mujer del maestro. Su marido la enseñó a leer y luego ella me enseñó a mí y a otras mujeres. De balde, sin cobrar un real. Gracias a ella no soy analfabeta.”

Y poco más.

Cada vez que visito aquel cementerio tengo la sensación de estar viendo todas las poblaciones del mundo: las de muertos y las de vivos, las de asfalto y las de lápidas. Allí habitan la grandeza y la miseria, la ruindad y el valor, el heroísmo y la abyección.

Y pienso: “Así de simple es el muestrario. Así de concentrado es el repertorio de la humanidad”.

11.2.10

Contigo en la distancia

Al atravesar Luisiana (Estados Unidos) el piloto informó “Estamos sobrevolando el río Mississippi”, y tú te tapaste los ojos y evitaste mirar por la ventanilla, porque lo quieres ensoñado, con Finn, con Sawyer, con el fugado Jim, con aquellos barcos de vapor, con su fluir aventurero... En voz baja repetías (recreándote en las íes y consonantes dobles) Mississippi. Y no te arriesgaste a mirarlo, ni siquiera a mil metros desde el avión, para preservar aquello, por miedo a que no sea como imaginaste y por lealtad al niño que lo descubrió.

9.2.10

Verano del 72

Miedo al aburrimiento, a la mañana vacía y a las calles
abrasadas. Pero es distinto si sube en la bici de su hermano.
Hay que sentarse detrás de él, en unos barrotes que se hincan
en el culo. Entonces la mañana se hace corta. El viento le da
en la cara mientras bajan a La Yedra. Árboles y zarzas a los
lados. En otra bici va Lucas, van a la piscina (el padre de Lucas
tiene allí un bar). Después, al volver, Agustín se alza sobre los
pedales, jadea y suda. No le pedirá que se baje. Al final de la
cuesta, la fábrica de piensos. Lo ha conseguido: Baeza otra vez.


En el siguiente verano sabe montar en bicicleta. Ya no
necesita que su hermano le lleve. Pero el tedio amenaza el resto
del día. No hay nadie con quien jugar. Pedrito está con sus tíos.
Los otros van al campo con sus padres, ayudan, se entretienen.


Por fin un verano llegan unos amigos. Vivían, sin él saberlo,
en los estantes. Tienen nombres raros: Nemo, Robinson
Crusoe… Algunos (Phileas Fogg, Sawyer, Huckleberry) no
sabe pronunciarlos. Son gente de otro mundo que viene a
rescatarle.

Es verdad que después surgieron otros temores, pero aquel
verano perdió el miedo a no volar.

8.2.10

Cerca del río

Yo, que nunca fui Tom Sawyer ni Huckleberry Finn, tuve en la infancia un río cerca de casa. Pero un río pequeño, sin islas, sin esclusas, sin barcos de vapor con ruedas de paletas… Comparado con el Mississippi era un riachuelo. Y eso que el maestro (don Juan José) decía que el Guadalquivir es navegable, pero, añadía a continuación, sólo desde Sevilla. Y yo no vivía en Sevilla sino cerca de las montañas donde nace. Así que para mí era una birria de río.

Además, en mi pueblo no había esclavos que se fugaran, ni tesoros ocultos, ni hijos de maleantes que vivieran solos.

Pero, a pesar de todo, un día anduve cerca de vivir una aventura.

Fue cuando la madre de Pedrito iba a cocinar a Dónald. Dónald (¡qué original!) es el nombre que le dimos a un pato. Los padres de Pedrito criaban patos para comerlos. Pero nosotros jugábamos con ellos y nos encariñábamos. Especialmente con Dónald.

El día anterior al previsto para guisar a Dónald, nos acercamos sigilosamente al corral, cogimos a Dónald, lo metimos en una mochila y fuimos a soltarlo en el río.

El pobre pato temblaba de miedo. Cuando llegamos a la orilla, ni siquiera quería salir de la mochila. Así que tuvimos que sacarlo a la fuerza. Pero, cuando al fin sintió el olor del agua, dijo “cuac”, echó a andar patosamente y se zambulló.

Lo seguimos con la mirada hasta que, en un recodo del río, se alejó para siempre.

De regreso al pueblo, Pedrito tenía miedo de la reacción de sus padres. “La que me va a caer encima”, se quejaba.

Y fue entonces cuando, de camino a Baeza, tramamos nuestra evasión: si sus padres le pegaban o castigaban, nos escaparíamos juntos.

Sería la gran hazaña de nuestra vida: fugarnos e irnos a vivir al campo, en una cueva o una cabaña… Una aventura digna de Tom y Huck.

Pero no. No ocurrió nada de eso. Sus padres apenas le regañaron. Comprendieron que para Pedrito era muy duro aceptar que matasen al pato, y decidieron no criar más animales.

De modo que así se frustró nuestra evasión.

Yo seguí leyendo aventuras de salón y de papel. Aventuras, sobre todo, ajenas: relatos de Twain, libros de “Los Cinco” (de Enid Blyton) y otros de “Los Hollisters” que no sé quién escribía.

Y siempre los leí con envidia, porque el mundo estaba lleno de aventuras pero, por algún motivo, ninguna de ellas fue hecha para mí.

3.2.10

Pequeñeces

La casa de Pedrito tiene dos habitaciones junto al patio a las que llamamos cuadrillas. En una de ellas solemos jugar. También tiene un pozo dividido por una pared, medio pozo para su casa y otra mitad para la contigua. A veces su madre habla con la vecina a través del pozo. De la pared cuelga un nido de barro seco, las golondrinas vuelven cada primavera (hay que respetarlas porque arrancaron a Cristo su corona de espinas). Hay también un tejado por el que andan los gatos.

La madre de Pedrito se llama Consuelo, llama alfileres a las pinzas de tender la ropa, alacena a la despensa, peros a las manzanas, y en lugar de jersey dice saquito. Si va a comprar no dice voy al mercado, sino voy a la plaza. Cuando Pedrito desordena la casa le dice
tabardillo
y cuando se le desarregla la ropa o lleva la camisa por fuera, exclama
¡qué hechuras!

En casa de Pedrito hay un botijo del que se debe beber a caño, me atragantaba siempre, por eso bebo a morro cuando nadie me ve. La madre de Pedrito hace los polos más ricos del mundo, de leche canela y azúcar, con forma de cubito que se cogen con un mondadientes. También me da la merienda a la vez que a Pedrito, para que
no se te salte la hiel.
Me comía primero el pan para disfrutar después del chocolate solo. A veces ella, cuando ve que he comido todo el pan y aún me queda chocolate, me ofrece más pan.

En casa de Pedrito hay patos y gallinas. A los patos les damos moscas que cazamos, su padre nos regaña porque
las moscas se posan en las cacas y los patos son para comérselos.

Cada vez que su madre mata un pato, Pedrito se enoja y se niega a tomar la carne.

El Guadalquivir queda a varios kilómetros, pero se ataja por la vía abandonada del Baeza-Utiel. Por otra parte, un pato cabe en el macuto de gimnasia.

Asustado, no quiere salir, pero le empujamos y cae sobre la hierba. El agua le llama. Sumerge medio cuerpo, suelta un graznido, se aleja nadando. ¿Será verdad que este río pasa por Sevilla y desemboca en Sanlúcar provincia de Cádiz?

2.2.10

De un mundo raro

El planeta Avid es un exoplaneta. Está fuera del sistema solar, en una región de la Vía Láctea recientemente explorada.

El planeta Avid gira en torno a la estrella Zélif, de tamaño algo mayor que nuestro Sol.

Los habitantes del planeta Avid tienen algunas extremidades –brazos, piernas, cola- más que los humanos, pero también respiran oxígeno y su cerebro es morfológicamente parecido al nuestro.

Sin embargo, en el planeta Avid no hay lucha de unos habitantes contra otros. No hay armas. No hay bombas. No hay desigualdad. No hay barbarie. No hay sufrimiento. No hay tiranos. No hay abusos. No hay despotismos.

En Avid reinan la paz, el sosiego y la armonía.

Al no haber guerras en el planeta Avid, no se crean obras como la Ilíada, el cantar de Mío Cid o “Por quién doblan las campanas”.

Puesto que en Avid no hay injusticias, nadie ha escrito “Los miserables” ni “Oliver Twist”.

Dado que allí se desconoce la crueldad, no se ideó “Ricardo III”, “A sangre fría” o “La naranja mecánica”.

Al no haber locura, nadie pensó en Quijotes, Jekylls, Hydes…

Puesto que en Avid no hay dolor, nadie ha creado “El árbol de la ciencia” ni “La muerte de Iván Ilich”.

Al no existir enfermedades, “La montaña mágica” o “La peste” son inconcebibles.

Dado que no hay dictaduras, en Avid no se editan “La fiesta del chivo” ni “El otoño del patriarca”.

Puesto que allí faltan arbitrariedades, “1984” o “El proceso” resultan impensables.

El planeta Avid no sólo presenta un déficit literario, sino una carencia artística en general. Allí nadie pintó el “Gernika” o “Los fusilamientos del 3 de mayo”. Allí no se rodaron “Stalingrado” ni “Apocalypse now”…

En Avid no hay novelistas, ni poetas, ni cineastas.

Sin apenas literatura ni arte, sin prácticamente creatividad, algunos quizá piensen que es un planeta aburrido. Sin embargo, cada vez son más los terrícolas que hacen la mudanza. Cada vez son más quienes, al igual que estoy yo haciendo ahora, preparan su equipaje, compran un billete interestelar, dejan la Tierra para siempre y -tras un viaje de seis años- se marchan a vivir al planeta Avid.