24.8.16

Suéltate


La tigresa ha cuidado al cachorro durante muchos días, primero lamiéndolo y amamantándolo, luego llevándole piezas muertas cazadas para él, después enseñándole a acechar y perseguir. Esto último es un juego divertido pero exige paciencia y atención, y no siempre se gana. Finalmente el cachorro, inducido y vigilado por su madre, lo ha intentado solo. Y ha conseguido atrapar un lagarto. Entre tanto ha ido creciendo su cuerpo, le han salido los dientes definitivos, le han brotado las garras…

Un día el cachorro, bajo la mirada de la tigresa, logra cazar un conejo. Orgullosamente se vuelve para enseñárselo a su madre, pero de pronto ella no está. Sobrecogido, con el conejo en la boca, la busca ávidamente durante varias horas. (¿Por qué se ha ido?, ¿por qué me ha abandonado? Es verdad que me he alejado más que otras veces pero ¿no debía estar ella ahí, como siempre, esperándome?) Por fin se resigna y, como tiene hambre, mastica su presa.

En lo sucesivo tendrá que ir por libre, cazar y caminar solo.

Sucede en un mes sin nombre de un año sin número. La especie humana todavía no existe, de modo que en la Tierra aún no hay palabras para decir “hijo”, “adultez”, “separación”.

7.8.16

Los que van a morir


Noche en las trincheras. Poco más de cien metros separan ambas. En cada una hay soldados de un bando. “Tregua de fumar”, gritan desde una, y los de la otra trinchera aceptan: “tregua de fumar”, confirman. Es agosto de 1938 y en un lugar de España, bajo el cielo estrellado, se encienden pequeñas luces rojas. Cerillas, cigarros. Los que van a morir necesitan fumar. Tras cada lucecilla hay una boca fumando, una cabeza, pero nadie les dispara. Quien lo hiciera sería un cretino, repudiado por sus propios compañeros. La batalla será mañana, con claridad diurna, para intentar tomar las posiciones enemigas. De pronto, inesperadamente alguien grita “¿Por qué obedecemos?, ¿por qué nos sometemos?”.

Desde la otra trinchera se oye bien, y el eco lo amplifica. Lo oyen también los que no están de guardia, los que inútilmente intentan dormir. Durante unos segundos los grillos callan. Luego reanudan el roce de sus élitros y con ellos parecen repetir “¿Por qué obedecemos?, ¿por qué nos sometemos?”.

La pregunta queda en pie. Pasan las horas y nadie responde. Pero las palabras no se pierden en la noche.

“Sí -piensan los soldados-, igual que hemos acordado la ‘tregua de fumar’ podríamos convenir que nadie ataque, irnos de aquí, volver cada uno a su pueblo con su mujer y sus hijos, con su vida… ¿Pero qué pasaría? Nos formarían un consejo de guerra en cada bando, nos fusilarían por deserción. Claro que si el acuerdo fuera entre los mandos, o entre los superiores de ellos…, entonces no habría nadie que apriete el gatillo, nadie dispuesto a fusilar a nadie… ¿Y por qué no es así?”.

Por la mañana en la batalla los corazones laten fuerte, redoblan, martillean (algunos hasta apagarse) “¿Por qué obedecemos?, ¿por qué nos sometemos?”.