26.6.12

Naipes


Aprende de tu clon. Los dos empezasteis con las mismas cartas genéticas pero él las jugó mejor. Cuando tú pusiste el 2 de copas, él jugó el 6 de espadas. Mientras tú vagueabas en el instituto, él aprovechó el tiempo. Cuando tú pusiste el 7 de oros, él jugó el 3 de bastos. Mientras tú te diste al sedentarismo, él hacía deporte. (Y claro, tu salud se resintió y la suya no.) Cuando tú echaste el 5 de copas, él puso el 4 de oros. Mientras tú te quedaste a vivir en el pueblo, él se fue al extranjero y prosperó deprisa. Es verdad que luego sufrió aquel accidente, pero no fue culpa suya, fue simple mala suerte. Y eso no cuenta. Lo que importa es que a ambos os repartieron las mismas cartas cromosómicas pero él las jugó mejor que tú. Así que aprende de él. Aprende de tu clon. 

12.6.12

Porque éste es mi cuerpo


Ayer morí. Es decir, murió mi cuerpo. Mi corazón estaba ya muy desgastado y, aunque al final ha habido que ayudarle a detenerse, se habría parado igual de un momento a otro. Poco antes me han extraído el cerebro y lo han conectado a un cuerpo sintético. Al cuerpo de plástico (y de látex, metal, fibra de vidrio) que soy ahora.

Así que de mi viejo cuerpo lo único que sigue vivo es el cerebro. Se ha adaptado bien a mi nuevo organismo (esta técnica está muy avanzada).



Desde mi nuevo cuerpo y con mis ojos sintéticos he presenciado la combustión de mi vieja estructura.

Han metido mi cadáver en un horno y lo han calentado a más de mil grados. Mis tejidos, mis músculos, mi sangre, mis vísceras… se han evaporado. Se han convertido en humo gris marengo.

De mi cuerpo sólo han quedado cenizas, trozos secos de hueso: fosfato cálcico, una pizca de carbono, algo de hierro. Residuos de lo orgánico resistentes al fuego, pedazos de materia que rechazan ser gas y se mantienen sólidos.



Así que adiós a mi cuerpo: al que fue engendrado, al que nació de un útero. Al que creció conmigo. Al cuerpo de carne donde anduve siempre.



Mientras mi cuerpo se desintegraba he recordado algunas historias vividas en él:

Aquella vez que, siendo niño, me arrancaron las amígdalas (un borbotón de sangre saliendo de mi boca). Aquellos granos que brotaron a los quince y fueron la tumba de mi adolescencia. Las muelas del juicio que tuvieron que extraerme. Los esguinces que sufrí jugando al baloncesto. Cuando me graduaron la vista y me pusieron gafas. El horrible vértigo que me hacía agarrarme a las paredes. El pólipo aquel que hubo que extirparme. El día que me operaron del tabique nasal…  [Aquí podrías tú, lector, añadir las erosiones de tu cuerpo.]

Pero también he recordado avatares y cambios: las hormonas revueltas, la barba y el bigote que emergieron, los pantalones quedándose cortos, el pelo que se fue cayendo, la piel que se arrugó…

(Nada de eso pasará en mi nuevo cuerpo: en mi cuerpo sintético.)



Y aunque mi relación con el cuerpo (con mi cuerpo de carne) nunca fue buena, al verlo arder mis nuevos ojos han enrojecido y han derramado lágrimas de plástico.