27.10.11

Ciencias de la información

Un reportero debe ser notario de la actualidad. Igual que los historiadores tienen prohibido reinventar el pasado, un corresponsal de guerra ha de ser neutral. Debe mostrar lo que pasa sin tomar partido, sin injerirse en los hechos.

Se lo enseñaron en la Facultad y lo recuerda cuando ve al niño famélico, rodeado de buitres que aguardan su turno.

Un clic con la cámara y se aleja, seguro de que en la Redacción le felicitarán por su foto.

Pero algo no cuadra, algo chirría. Vuelve tras sus pasos, hace un corte de mangas a la Facultad y entrega al niño sus provisiones. Menos mal que aún guarda un resto de energía para masticar.

Y luego, mientras carga al niño sobre su espalda para llevarlo al coche, exclama:
-Que le den por saco a mi hernia discal.

19.10.11

Pintada está mi casa

¿Y eso de que cada tres años te toque presidir la comunidad de vecinos? ¿Y la manía de alguna gente, de escribir en las paredes? No sé cual de las dos cosas me revienta más. Y lo peor es cuando se juntan. Vamos, que tuve que llamar a una empresa especializada en borrar graffitis. Cobran lo suyo, pero trabajan bien. Echan unos ácidos en la pared y la dejan limpia. Estuve con ellos mientras borraban las pintadas y, entre escritos y dibujos, contamos diecisiete. Había de todo: palabras obscenas, garabatos, eslóganes… Todas las fueron borrando. Hasta que llegamos a una que, con letra pequeña, decía: “No tengo todo lo que amo, pero amo todo lo que tengo”. Y les dije a los operarios: -Bien, ésta vamos a indultarla. O sea, que la dejamos puesta.

Primero me miraron extrañados pero, después de leer la frase, yo creo que me entendieron.

17.10.11

Allí van

Allí van esos dos, unidos, siempre unidos, como hermanos siameses, como el haz y el envés, como el cuerpo y su sombra. Allí van, siempre juntos, esos acompañantes que nunca se separan, ese dúo indivisible, esa aleación metálica como el acero o el bronce, esa mezcla o reacción, ese compuesto orgánico de elementos solubles. Allí van, fusionados, moviéndose por dentro del corazón humano, el amor y el dolor.

4.10.11

Trece

Otra vez tiene que marcharse. Dos años aquí, como en cada sitio, y luego partir.

Otra vez debe despedirse de sus amigos, de aquellos niños que no volverá a ver.

Ha compartido sus juegos en el parque y en el recreo, ha estado con ellos los dos últimos cursos de Primaria, y ahora que todos sus compañeros van a cumplir trece años hay que irse a otro lugar.

Porque su crecimiento se estancó a los doce años. Y según parece no va a crecer, ni a cambiar, ni a madurar más.

Fue un caso insólito. Los médicos lo diagnosticaron y advirtieron a sus padres: “Es probable que sea un niño vitalicio; que toda su vida sea, física y mentalmente, un niño de doce años”. Y los psicólogos les aconsejaron: “Conviene que esté siempre en contacto con niños de su edad”.

Y por eso sus padres han venido cambiando de residencia cada dos años. Al llegar a la nueva ciudad le inscriben en un colegio en el penúltimo curso de Primaria, para que esté con niños de once y doce años, y justo al terminar el ciclo se mudan a otro sitio. Y vuelta a empezar.

Él se ha sentido bien así y, al igual que sus padres, ha guardado el secreto. Sabe que no está hecho para vivir en un mundo de adultos. Sabe que ese otro mundo, el de los mayores, no fue ideado para él.

Pero se le hace duro llegar al final de cada etapa. No tanto despedirse de sus amigos (“nos mudamos: mi padre ha encontrado trabajo en otro sitio”) como ver a éstos salir de la niñez.

Sí: ellos dejan las canciones infantiles y oyen música-disco con auriculares.

Ellos abandonan los tebeos y empiezan a leer libros y revistas.

Ellos dejan de comprar golosinas y se estrenan en la cerveza, el tabaco, el café.

En la feria no hacen caso a los coches de choque y, en su lugar, van a discotecas.

Dejan los dibujos animados y se las ingenian para ver películas eróticas.

Abandonan las peonzas, los balones, los juegos en el parque y empiezan a citarse con chicas.

Dejan de llevar pantalón corto.

Les crecen pelos más arriba de la boca.

Les cambia la voz…

Siempre igual. Siempre lo mismo. (¿Y cómo puede dejar de gustarles, de pronto, todo lo que hasta ahora les gustaba?)

Con los años han ido cambiando los juegos que los demás dejan al cumplir trece años. Al principio eran sencillos, últimamente sofisticados y electrónicos. Pero siempre hay juguetes arrumbados. Siempre hay juegos y diversiones que al cumplir trece años se abandonan.

Si hace memoria, puede recordar hasta ocho sitios en los que ha vivido, ocho ciudades en donde ha sido escolarizado durante dos cursos con niños de once y doce años. Los primeros de aquéllos deben de tener ahora cerca de treinta. Muchos se habrán casado y serán padres.

Cerca de treinta… Ésa, treinta años, es su edad biológica, su verdadera edad. Pero no: él será siempre un niño de doce.

Sin embargo hoy, inesperadamente, lo siente. Una especie de tensión, un estiramiento más abajo de la barriga, en ese colgajo que sirve para orinar. Nunca antes lo había experimentado, pero ha oído hablar de eso. Sabe lo que significa: la madurez sexual, la pubertad. Y con ella el destierro, la expulsión de la infancia.

Se mira y descubre un bulto en el pantalón, entre las piernas.

“Entonces –se dice-, puede que esta vez no tenga que irme. Puede que no tenga que cambiar de ciudad. Puede que también yo cumpla trece años”.

Y al pensarlo, le invade una rara mezcla de miedo y esperanza.