Después del terremoto, en medio de las casas derruidas, algunos supervivientes decían “No hay derecho”.
“No hay derecho. No hay derecho a esto”, se lamentaban entre sollozos.
Pero no había nadie a quien pedirle cuentas. No había nadie de quien quejarse o al que acusar. No había nadie al que imputar el atropello. No había nadie a quien llamar canalla o malvado.
“No hay derecho”. Y claro que no lo había. Pero tampoco había nadie a quien reprochar el abuso.
No había nadie (salvo la corteza terrestre, las placas tectónicas, la fatalidad) a quien atribuir el desafuero.
Y era mejor así porque, a fin de cuentas, se sobrelleva mejor la desgracia que la injusticia.
Pero eso no impedía que, andando entre ruinas y mirando al cielo (por mirar a algún sitio), aquella gente exclamara “No hay derecho”.
20.10.09
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