Tarde plana en el tren. Vagón de no fumadores (entonces los había, para distinguirlos de aquéllos en que sí se podía fumar). Se incorporan viajeros. Se animan a hablar. Uno dice que viaja para poner orden en un asunto de familia, a ajustar cuentas con alguien y dar un escarmiento.
Al acercarse a su destino afloran nervios. Saca un cigarro, lo enciende.
Miradas de soslayo, murmullos. Uno le recuerda que no puede fumar. Los demás se unen, forman un grupo, le exigen que apague el cigarro.
Tensión.
El hombre se levanta, planta cara al grupo, les reta a decidir quién va a quitarle el cigarro.
Viaja también una madre con su bebé. Esta mujer no dice nada. Sólo dirige al fumador una mirada tierna, casi cómplice, como la que mostrará a su hijo cuando un día le sorprenda en una travesura. El niño también mira al fumador, y sonríe.
El hombre apaga el cigarro, se sienta. Vuelve la calma.
Tras el viaje dos personas estrechan sus manos, comparten perdón.
18.2.11
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