Los turistas, montados en el jeep, pasan junto al poblado. Cerca de ellos, una mujer se afana en sacar agua de un pozo. El agua está tan profunda que la mujer tiene que alejarse varios metros y tirar de una soga larguísima para subir cada cubo. Después ata la cuerda a un árbol y recoge el recipiente. El agua sale sucia, de color marrón. Habrá que filtrarla y hervirla antes de poder beberla.
Los turistas, tras fotografiar a la mujer, siguen su tournée africana. Ya han conseguido su objetivo: un segundo de la vida de aquella mujer congelado en una imagen, en la foto que después pegarán en el álbum: “Vacaciones en Kenia y Tanzania, año 2010”.
Y se marchan en el jeep a su hotel de Nairobi, provisto de todos los servicios –entre ellos, grifos de los que sale agua-, mientras la mujer se queda allí: en el pozo, en el acarreo diario de agua para beber, para fregar, para lavarse…; en la carencia de agua corriente (y de lavabo, y de váter); en su choza de barro y ramas, ¡tan típica, tan primitiva, tan digna también de una foto!
Los turistas se alejan mientras aquella mujer se queda en su tipismo, en su exotismo. La mujer de la foto se queda allí, en su vida.
10.5.11
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