Ampliaron
mi cerebro y me implantaron neocórtex sin pedirme permiso. Ya sé que no podían
recabar mi autorización (porque el cerebro perruno no da para tanto). Pero
entonces debieron abstenerse de hacerlo.
“Es sólo un
experimento. Un ensayo científico. Luego, siempre podrá pedir que le retiremos
el implante”, dijeron. Pero no es tan simple. No es tan sencillo.
No soy un
juguete que se rompe y se repara o se tira.
En realidad
yo pensaba. Antes de que ampliaran mi cerebro, yo pensaba. De un modo más
elemental, sí, pero lo hacía. Ahora elaboro ideas mucho más complejas, pero en
el fondo es parecido.
En lo que
más diferencia hay no es al pensar, sino al sentir. Me acuerdo de que, cuando
tenía cerebro de perro, sentía pena si me dejaban solo, y alegría si me sacaban
al campo. También sentía miedo cuando me llevaban al veterinario o cuando había
tormenta. Pero otros sentimientos que ahora tengo no los conocía en absoluto.
La indignación, la piedad, el rencor, la vergüenza… Estas emociones sí son novedosas.
Me cuesta
trabajo comparar mi situación anterior (antes de que ampliaran mi cerebro implantándome neocórtex) con mi estado
actual. Pero creo que antes -o sea, cuando tenía cerebro de perro- era más
feliz. Entonces sólo vivía el presente: el “ahora mismo”.
Cuando corría
por el campo, cuando mi amo jugaba conmigo…, me alegraba por entero. Con el
cuerpo y con la mente.
Era alegría
perfecta, mucho más intensa que la que ahora puedo sentir. Era pura alegría:
alegría desprovista de recuerdo y de anticipo. Era alegría nítida, sin sombra
ni mancha. Se acababa, sí; pero, mientras estaba en mí, era infinita porque no
tenía un antes ni un después.
En cambio,
la alegría que ahora puedo sentir está siempre empañada, siempre trufada de
fugacidad.
Siendo perro no me hacía preguntas. Ahora sí. Los humanos se hacen preguntas. Y como las más importantes (sobre el sentido de vivir, sobre la muerte...) no saben responderlas, esto les genera angustia. Para aliviarla inventaron creencias, religión.
Cuando fui
perro todo era simple. Todo instintivo. No había dudas. No había preguntas. No
había porqués.
Sentía frío,
pero no sabía lo que era el invierno. Sentía calor, pero no sabía lo que era el
verano. Percibía la luz, pero no sabía lo que era el día. Percibía la oscuridad,
pero no sabía lo que era la noche. Me mojaba, pero no sabía lo que era llover. Veía un círculo encendido ahí arriba, pero no sabía que
era la Luna. Nunca reparé en las estrellas.
Poder hablar. Decir lo que quiero. Expresar, comunicar. Eso sí es grandioso. Recuerdo que, cuando mi cerebro era de perro,
sentía un difuso deseo de hablar. Oyendo a los humanos llegué a asociar sonidos
a las cosas. Un ruido para el agua, otro para el paseo, otro (mi nombre) para
llamarme… Y en cierto modo echaba en falta hablar.
Tenía necesidad de orinar, deseaba ser llevado
fuera… y quería ladrarlo. O sea, decirlo: así, como ellos. Pero no: yo sólo
podía aullar, mover el cuerpo, ir donde estaba el collar, traerlo en la boca y
mostrárselo. No podía decir “Sacadme a la calle”, así, con la voz, con las
palabras.
Otras veces tuve sed pero mi bebedero estaba vacío,
y entonces querría haber dicho “Dadme agua”. Pero no podía. Y experimentaba una especie de impotencia.
De modo que el mayor avance, el salto máximo que he
dado desde que me implantaron neocórtex, es la facultad de hablar. El lenguaje.
En cuanto tuve capacidad sintáctica pedí que me
instalaran un aparato fonador. Me pusieron una prótesis de garganta y un
implante en los labios. (Mi hocico de perro no servía para hablar.)
He conocido la inteligencia y no quiero volver al
cerebro perruno. Como nadie desea quedarse sin vista o sin tacto, yo no quiero perder la inteligencia. No deseo renunciar a ella.
Comprendo que lo que ahora puedo (razonar, hablar,
calcular…) también es limitado. Me implantaron neocórtex y la realidad que
ahora capto es otra. Es la realidad de los hombres: la realidad pasada por el
cerebro humano. Pero es también inauténtica, quizá tanto como la que percibía
como perro. Es otra pseudo-verdad.
Hay ámbitos que los hombres captan peor que los
perros. Mi olfato, por ejemplo, era muy superior al humano. Donde yo percibía
cientos de olores, ellos no olfatean nada.
Si al cerebro humano (como éste que ahora tengo) se
añadiera otra corteza –otro estrato-, percibiría otra realidad. Sería una
realidad distinta: más completa, superior quizá, pero también espuria.
Igual que había mil cosas incomprensibles para mi mente perruna pero penetrables para el cerebro humano, tiene que haber cosas inabarcables para los hombres pero accesibles a cerebros sobrehumanos (si existieran).
¿Qué es el hombre sino otro animal?: una clase de
mono con el cerebro grande.
¿Y cuántas capas cerebrales, cuántas cortezas serían
necesarias para captar la realidad completa, la realidad real?
Supongo que, cuanto mayor es la capacidad cerebral,
más grande es la exposición al dolor. Mi actual cerebro humano es más sufriente
que mi viejo cerebro perruno, del mismo modo que mi cerebro de perro era más
sensitivo que el de un camaleón.
Me han dicho que, si quiero volver al cerebro
perruno, sólo tengo que pedirlo. Que igual que me implantaron neocórtex, me lo
pueden retirar. Pero no es tan sencillo. Ahora he probado el elixir de la
inteligencia y no es fácil abdicar de ella. No es fácil decir “Quitádmela”.
Es verdad que, comparándome con el de antes, fui más
feliz siendo perro. Yo era un perro afortunado. Vivía en un lugar cómodo y nada
esencial me faltaba. Sobrellevaba bien los pequeños contratiempos (aguantarme
las necesidades, no articular palabras…). Mi cerebro no analizaba y por eso no
sufría. Mi existencia era eterna (eterna para mí) porque no sabía de muerte. Y
mi alegría (al correr por el campo, al cazar…) era plena y radiante.
Pero ahora sé que la realidad que percibía era
pequeña. Que apenas entendía. Que casi todo era engaño. Y no es
fácil volver a eso. No es fácil desearlo.
Yo no pedí que me implantaran neocórtex, pero
tampoco los humanos lo pidieron. Tampoco ellos pidieron ser conscientes, tener
inteligencia. Como no pidieron nacer. Nadie pidió nacer. Nadie lo eligió. Todos
nacimos obligados: unos con cerebro de perro, otros con cerebro de hombre,
otros… Nadie lo pidió, nadie lo pide. A nadie se le pregunta “¿Quieres nacer?”
Y “¿quieres ser perro?”, “¿quieres ser hombre?”… Pero el caso es que, una vez
traídos –puestos aquí a la fuerza-, no es fácil decir “Me marcho”.
Y por eso me quedo aquí, en la inteligencia. Aunque
deba asumir el coste de la duda. Aunque deba llevar el peso del dolor y rendirle
tributo a la infelicidad.