A los 15 años la fe me dejó. No fui yo quien la dejé, sino ella quien me abandonó a mí.
Fue un proceso normal, o eso me parece. Los conocimientos que fui adquiriendo, las lecturas que hice, mi extrañeza ante las incoherencias bíblicas, las preguntas que me asaltaban… El caso es que en poco tiempo dejé de creer en lo que de pequeño mis padres me inculcaron. Pero a ellos no se lo dije. Ni entonces ni después. Ellos son sumamente religiosos. La religión es el eje de sus vidas. Si se lo dijera, les causaría gran sufrimiento. No un disgusto trivial, sino un daño intensísimo. Me los imagino pensando: “Nuestro hijo va a condenarse por toda la eternidad”, y culpabilizándose: “¿Qué hemos hecho mal?; ¿en qué hemos fallado al educarle?”.
Así que he seguido fingiendo que creo. Incluso yendo a misa.
Y esta mañana, para mantener la ficción, he tenido que confesarme. Le he dicho al sacerdote:
-He mentido.
Y él ha preguntado:
-¿En cosas importantes?
Entonces se lo he contado todo:
-Llevo toda mi vida mintiendo a mis padres. Ellos son creyentes y no conciben que un hijo suyo no lo sea. Pero yo dejé de creer hace años. Nunca se lo he dicho porque les haría un daño horrible. Pensarían que voy a condenarme y se sentirían culpables. Por eso aparento creer: vengo a misa con ellos, me confieso… pero no tengo fe. No soy creyente sino agnóstico. A veces pienso que lo que hago es indigno. Indigno para mí, por aparentar lo que no soy, y para ellos, por mentirles. Pero, comprenda, son mis padres y ¡es tanto el daño que les causaría!
Y el sacerdote me ha dicho:
-Hijo, no sé qué aconsejarte. Pero está claro que tú no tienes culpa de no creer. Y en cuanto a tu mentira, es una mentira muy sacrificada, muy caritativa. Una mentira llena de amor. Seguro que Dios la ve con buenos ojos.
Y me he vuelto a mi banco. Y aquí estoy, sentado en medio de la iglesia, dándole vueltas a la cabeza y sin saber si creo o no.