31.1.11

Favores y deberes

Aquéllos que vienen de la derrota
guardan en el fondo cierta ufanía
(M. BENEDETTI)


Si aquí hubiera un Paul Auster, alguien que dijera “envíenme historias reales, vivencias que les marcaron; y las publicaré”, yo le habría remitido ésta:

Román era conserje en mi edificio. Mejor dicho: uno de los conserjes, pues era una comunidad de varios inmuebles.

Román era amable y resuelto. No obstante, a veces al hablar arrastraba las palabras y su aliento olía a alcohol.

Cuando me veía sacar la bici de mi hija, Román se ofrecía a ajustar el sillín con su llave inglesa.

Un día que celebré el cumpleaños de mi hija en un local del edificio, Román, al enterarse, compró un muñeco y se la regaló.

Otra vez recogió un gorrión que había caído en el patio y no podía volar. Se lo pedí y él me lo dio. Advirtió: “No aguantará encerrado; es un pájaro salvaje y necesita vivir suelto”. Acertó.

Pero lo que más le agradezco es que, cuando mi hija tropezó y se abrió una brecha en la frente, Román corrió a avisar a un vecino médico para que la asistiera.

Esto sucedió casi al mismo tiempo que fue incluido, en el orden del día de la junta, el punto “Decisión sobre el conserje don Román…: propuesta de despido”.

Al día siguiente Román me abordó:

-Si al final me despiden y hay juicio, ¿querrá usted ser testigo?

Yo le expliqué que en el juicio se decidiría sólo si la causa de despido (desatención de sus deberes por embriaguez) era real o no. Que no se trataba de juzgar todos sus actos ni los favores que había hecho. Y que además esos favores (que yo tanto agradecía) no estaban dentro de sus obligaciones laborales.

Y Román:

-O sea, como los agentes de Tráfico: te multan si te saltas un semáforo, pero no tienen en cuenta los que sí has respetado.

Y añadió:

-Si al final me echan, me iré al pueblo. A lo mejor puedo cobrar el paro. La vida allí es más barata.

En la junta expusieron sus quejas varios vecinos y se informó de que también los demás conserjes habían protestado. Después de un debate y una votación (en la que defendí darle otra oportunidad), Román fue despedido.

Román impugnó el cese. Yo trabajo en un juzgado laboral, pero la demanda correspondió a otro juzgado. (De haberme correspondido, habría tenido que abstenerme.)

El día señalado para el juicio vi a Román, de lejos, en el pasillo de los juzgados. Él también me vio. Durante un segundo nuestras miradas se cruzaron. No era sólo la cara de Román: era la cara de la dignidad. A continuación se giró, simulando no haberme reconocido.

Después supe que el abogado de Román había llegado a un acuerdo con la comunidad. Se pactó una indemnización, el juez la aprobó y no hubo juicio.

No he vuelto a saber de Román. Lo deseo viviendo en el pueblo, libre del alcohol y rodeado de gorriones.

26.1.11

Las hierbas que él arrojó

Me revienta esta mierda de trabajo. Me revienta trasladarme, cambiar de ciudad cada vez que la empresa termina una obra. Me revienta tener que mudarme todos los años.

Se acumulan trastos en la casa. La mitad de lo que uno guarda (recuerdos, papeles…) no sirve para nada. No merece la pena conservar estas estanterías. Ni tampoco el abrigo pasado de moda, ni los zapatos desgastados, ni el jersey que ya suelta pelusa.

Tiro a la basura todo eso. ¿Para qué llenar de bártulos el camión de mudanzas?

Y ahora viene lo peor: clasificar y empaquetar lo que sí voy a llevarme.

Me tomo un respiro, me asomo a la terraza y desde allí veo a alguien: Un hombre que busca entre la basura cosas aprovechables y que, tras mirar dentro de un cubo, saca y se lleva mi jersey, mi abrigo, mis zapatos…

25.1.11

Testamento vital

Personal sanitario (médicos, enfermeros…):

Ruego a todos ustedes que, en relación conmigo, tengan a bien seguir estas indicaciones:

Detengan a la muerte. Repelan sus avances. Ciérrenle bien mis puertas. No dejen que me invada, no dejen que entre en mí.

Pero si aprecian que ella ganó ya la batalla, no opongan resistencia. Más bien, en ese caso, allánenle el camino. Alivien su tarea. Ayuden a la muerte a terminar su asedio. Permitan que culmine su toma, su conquista.

21.1.11

¿Cómo era?

Los nazis han perdido la guerra. Saben que de un momento a otro los aliados van a entrar en el campo. Por eso han huido en desbandada: el comandante del campo de concentración, los oficiales, los que a golpe de ametralladora nos llevaban a la fábrica, los vigilantes…: todos se han marchado. No nos han dicho “estáis libres”, no nos han relevado del trabajo, el recuento, las vejaciones, los castigos…, pero es claro que ya no hay nadie que dé órdenes. Aquí solo quedamos nosotros.

En cuestión de horas llegarán las tropas aliadas. Nos sacarán del campo, nos trasladarán a un sitio amigable y seguro. Nos darán de comer, nos proporcionarán ropa sin rayas: camisa y pantalón de hombres libres, no este uniforme humillante.

Se supone que debería alegrarme. Sin embargo, después de cinco años recluido en este sitio, ¿cuál era el gesto de sonreír?; ¿qué hacía uno cuando se alegraba?; y sobre todo ¿cómo era esa sensación?, ¿cómo era eso de la alegría?

20.1.11

Mi verdadero origen

Mis padres se conocieron en una comisaría. Fueron llevados allí para interrogarles después de una manifestación en la que participaron. Era una de esas concentraciones antifranquistas de finales de los 60.

Antes de que la policía los detuviera, mis padres no se habían visto nunca. Fueron detenidos por separado, pues al irrumpir la policía los manifestantes salieron corriendo. Aunque los arrestaron en lugares distintos, la casualidad hizo que los llevaran a la misma comisaría.

Al detenerle, a mi padre le habían dado un golpe con una porra, por lo que le sangraba una ceja. Por eso, antes de que le tomaran declaración, mi madre le prestó un pañuelo para que se lo pusiera en la herida. Tras limpiarse la sangre, mi padre se guardó el pañuelo en el bolsillo.

Luego declararon por separado y los trasladaron a calabozos distintos.

Cuando, días después, mi padre fue puesto en libertad, se empeñó en que tenía que devolver el pañuelo a mi madre. Recordó que, durante la manifestación, mi madre llevaba un libro de Anatomía. Así que estuvo yendo durante varios días a la Facultad de Medicina hasta que, por fin, la localizó.

Le devolvió el pañuelo y… Bueno, el resto ya os lo imagináis: quedaron para otro día, siguieron viéndose, se hicieron novios y nací yo.

Es una historia bastante vulgar. Pero hay en ella una especie de paradoja. Y es que, de no haber sido por aquella manifestación antifranquista, de no haber sido por la intervención policial..., yo no habría nacido. Es casi seguro que, de no haber sido por eso, mis padres nunca habrían llegado a conocerse.

Mis padres odiaban la dictadura pero, de no ser por ella, jamás se habrían encontrado. Ni tampoco me habrían concebido.

En este sentido la dictadura fue beneficiosa para ellos… y para mí.

Si mentalmente elimino la dictadura, si hipotéticamente suprimo la carga policial…, entonces también desaparezco yo.

Es decir que, en cierto modo, debo mi vida a un régimen autoritario. Debo mi existencia a la represión.

Cuando este pensamiento me viene a la cabeza, intento acallarlo. Me digo a mí mismo: “es una idea absurda”.

Lo que no significa que no sea verdad.

18.1.11

Rodando

Esta filmación dura varias décadas. Es una sola toma realizada sin pausa y con la misma cámara. No secuencias aisladas que más tarde se monten sino una escena larga, con acciones sucesivas que hay que representar. Sin ensayos ni pruebas, cada uno en su papel, ciñéndose al guión o improvisando a veces. Actuando de un tirón, rodando todo el tiempo hasta que venga el ¿director? y grite corten.

17.1.11

De estas prisiones cargado

Estoy dentro de él, así que casi nunca lo veo. A veces me lo encuentro de frente, cuando paso (pasa) ante un espejo, pero rápidamente desvío la mirada. Me cuesta aceptar que va conmigo a todas partes. Me resisto a asumir que soy él.

13.1.11

Rebobina

Recompón el vaso roto: junta sus mil añicos, las astillas de vidrio dispersas por el suelo.

Devuelve ahora a la jarra el agua que vertiste. Haz que esté otra vez llena, que no falte una gota.

Desfríe el huevo que freíste.

Mete otra vez la pasta de dientes en su tubo.

Desquema aquellos árboles que hiciste arder. Reconfigúralos. Desárdelos, reponlos a partir de su humo y sus cenizas.

Vamos, borra tus actos. Suprímelos. Deshazlos. Déjalo todo igual que antes de haberlos hecho.

12.1.11

Rosas y espinas

Por primera vez habló el rosal y dijo:

-Hice mis flores para reproducirme. Hice mis espinas para defenderme y evitar ser comido por los animales. Si os gustan mis rosas, y no mis espinas, a mí me es del todo indiferente. Señores humanos: con sinceridad he de deciros que nunca me importó vuestro sentido estético.

11.1.11

Pájaros en la cabeza

Se dictó una norma, la Ley de Defensa de la Realidad, que dispuso que:

Se prohíben las novelas y relatos.

Se prohíben las películas, las obras de teatro, las series de televisión, los cortometrajes, las radionovelas.

Se prohíben los poemas, los romances, las coplas.

Se prohíben los cuentos infantiles, los guiñoles, los títeres.

Se prohíben los comics, los tebeos, los dibujos animados.

Se prohíben las fábulas, las leyendas, los mitos.

Se prohíbe el humor gráfico, las viñetas, los chistes.

Se prohíben las canciones, los villancicos, las nanas.

Se prohíben metáforas, sugestiones, hipérboles.

Se prohíben evocaciones, ensoñaciones, premoniciones…

En cuestión de artes plásticas, se prohíbe todo lo que no sea copia de objetos y paisajes, sin distorsión ni abstracción. Las esculturas y pinturas (incluidas las rupestres) que no cumplan tales requisitos serán destruidas."

Se prohibió, en fin, todo asomo de ficción o inventiva.

El objetivo de la ley estaba claro: que nada nos aparte, que nada nos despegue de la realidad.

Pero pronto empezó la avalancha de delirios y de alucinaciones. Se multiplicaron los desórdenes psíquicos. Mucha gente hablaba sola por las calles. Otros andaban cabizbajos, entristecidos y arrastrando los pies, como almas en pena. Como muertos en vida.

Se disparó, también, la cifra de suicidios.

Y es que no había más alternativas que el delirio y la muerte. No había más salidas ni escapatorias. No había otras zonas de refugio o descanso.

Y por el bien de la realidad y de su percepción, para no acabar todos muertos o demenciados, las pocas mentes lúcidas que aún quedaban decidieron derogar la Ley de Defensa de la Realidad.

7.1.11

El muro

No nos asombró su lucidez, sino nuestra ofuscación.

Todos los días, a la hora de comer, la misma lucha. Queríamos ver la película, pero era imposible sentarnos todos frente a la tele.

(Entonces un televisor era un objeto muy caro y sólo había uno en cada casa.)

Pensamos en colocar una mesa más grande, pero el comedor no era lo suficientemente amplio.

Pensamos en comer más pronto para terminar antes de que empezara la peli, pero los horarios paternos lo impedían.

Así que siguieron las carreras para llegar antes a la mesa, y los codazos, empujones y patadas entre los hermanos. Incluso algún día hubo vuelo de cucharillas.

Más tarde hicimos turnos para sentarnos, cada día, de cara o de espaldas al televisor.

Pero los turnos no se respetaban y regresaron las broncas. Al final, mi padre se enfurecía y apagaba la tele.

Así, diariamente, durante un montón de años.

Hasta que se estropeó la persiana.

El persianero se presentó a la hora de comer. Mientras reparaba la persiana presenció una de nuestras riñas. Movido por la virulencia de la discusión, cogió el espejo que había en el vestíbulo y lo colocó en el comedor, frente a la tele.

Todos nos miramos desconcertados: De pronto, era como si en el comedor hubiera dos televisores, uno a cada lado.

Lo que nos asombró no fue la ocurrencia del persianero, sino nuestra torpeza. No su resolución, sino nuestra ceguera para algo tan obvio.

Sentimos que un muro se había alzado, durante años, entre la evidencia y nosotros. Y la energía gastada en rencillas nos había impedido demolerlo.

Borro de mi mente al persianero y todavía me veo allí, en el comedor, discutiendo con mis hermanos.

5.1.11

Los que no vendrán

Como en la canción, él le dijo a ella (o ella le dijo a él) “Déjame, ya no tiene sentido, es mejor que sigas tu camino, que yo el mío seguiré…”.

Y desde algún no-sitio los futuros no-hijos de la pareja, con sus no-ojos muy abiertos, inobservando a sus no-padres concluyeron: “Así que no seremos engendrados. Vamos a no nacer nunca. Vamos a no existir”.

4.1.11

Allá ellos

Antes de la batalla los gorriones trinaban. Entre lanzamisiles volaban cortejándose. Algunos se posaban en tanques, en cañones, en carros de combate…

Tras el bombardeo era el turno de los cuervos y moscas. Hoy toca carne humana. No sabe muy distinta.

En el suelo de Auschwitz, junto a los barracones y cámaras de gas, en agosto las hormigas buscaban alimento: bayas, semillas, hojas, tal vez algunos restos de piel o de sangre. Imperturbablemente, como todos los veranos e igual que en cualquier sitio.

Y en sus pequeñas mentes, en sus microcerebros de pájaro o de insecto, cada especie intuía: “Esto no va con nosotros. No nos atañe, no nos incumbe. Es cosa de humanos. De modo que, nosotros, a lo nuestro”.

3.1.11

Cosas que olvidé celebrar

-¿Quién es?

-Buenos días, doña Gema. Soy un amigo de su hijo Enrique. ¿Puede abrirme?

-¿Le manda mi hijo?

-Verá, señora. Es que su hijo ha tenido un accidente con el coche. Nada grave, pero los médicos quieren hacerle unas pruebas. Le han llevado al hospital para sacarle una radiografía. Y el problema es que el coche hay que retirarlo de la calle. Por eso Enrique ha avisado a una grúa. Y yo vengo de su parte: para que le deje algo de dinero con que pagar la grúa. Es que, claro, él ahora no puede pasar por su casa.

-Ya comprendo. ¿Pero de verdad que mi hijo está bien?

-Se lo aseguro. Yo pasaba por allí cuando chocó y Enrique ha salido por sus pies. Sólo tiene alguna magulladura.

-Vaya por Dios… Espere, que le dejo el dinero que tenga en casa. A ver, ¿será suficiente?

-Seguro que sí. Bueno, señora, encantado de conocerla. Adiós.



Gema ansía que el hombre se marche para poder preguntar por Enrique, averiguar su verdadero estado.

Llama a casa de su hijo.



-Dígame.

-Belén, soy Gema. ¿Cómo está Enrique?

-¿Enrique? Bien. Está aquí, en el despacho… Si quieres te lo paso.

-¿Pero ya ha vuelto del hospital?

-¿Qué hospital?

-Mujer, pues por lo del accidente.

-Pero Gema, no sé de qué me estás hablando.



Gema empieza a entender que ha sido estafada. Aquel hombre, habiéndose enterado de su nombre y el de su hijo, le ha arrancado el dinero que tenía en casa.

Una parte de ella se indigna con el timador. Otra parte se llena de euforia al constatar que su hijo está ileso, que no ha sufrido ningún daño.

Sí: de pronto Gema cae en la cuenta de que, no solo su hijo sino también todas las personas a las que ella más quiere, viven y están sanas.

Una parte de Gema marca el número de la policía. Otra parte interrumpe la llamada, cuelga el teléfono y descorcha el vino de las grandes ocasiones.