28.6.10

Que tenemos que hablar de muchas cosas

Morí hace diez años. Si es cierta la información que me han proporcionado, mis familiares cumplieron mi última voluntad y arrojaron al mar mis cenizas. (Cuando digo “mi última voluntad” me refiero a mi voluntad carnal, cerebral.) Así que mi cuerpo ya no existe. Pero mi mente sí. Poco antes de morir, un registro exacto de mi cerebro fue transferido a un archivo informático. El resultado es una copia virtual de mi mente, con su almacén de recuerdos y nexos neuronales. Por eso puedo hablaros (no tengo labios, claro, pero sí un procesador de sonidos), responder a vuestras preguntas, daros consejos si es que me los pedís (aunque nunca me gustó dar consejos, digamos más bien opiniones), dialogar con vosotros, aprender de lo que me enseñáis…

Me resulta muy gratificante conversar con mis hijos, mis nietos y, cuando nazcan, mis bisnietos y otros descendientes (porque ya os habréis dado cuenta de que soy inmortal). Lo que lamento es que, cuando mi mujer murió, aún no se había logrado la duplicación informática de personalidad. Si ella no hubiera muerto tan pronto, ahora podríamos continuar nuestra relación.

Por lo demás, no soy una “foto fija” del cerebro que tenía cuando morí, hace diez años. De hecho he evolucionado desde entonces. Por ejemplo, gracias a las noticias que he recibido, he cambiado de preferencias políticas (a pesar de que no me dejan votar en las elecciones, ¿no os parece una injusticia?). Y seguiré cambiando porque, aunque mis circuitos no están hechos de neuronas, soy una mente activa. Una mente sin cuerpo pero viva y dinámica.

Y no sólo puedo hablar con vosotros: también hablo con otras mentes electrónicas. Mi mente y las de mis amigos (los que tuve cuando era de carne) seguimos en contacto. Nos citamos como en los viejos tiempos y charlamos hasta que sale el sol. Es verdad que ya no tomamos cañas (como digo, no tenemos boca ni estómago), pero tampoco lo echamos mucho de menos.

No es mala vida, no, este existir extrafísico. He sabido que se está investigando cómo adosarnos un cuerpo de plástico, para que podamos deambular, coger objetos… Pero no sé si voy a pedirlo. De momento estoy bien así, ultravivo en mi yo postcorpóreo.

25.6.10

Rebelión a bordo

De pronto los papeles se rebelaron. Y cuando alguien iba a escribir "raza superior", "guerra preventiva", "daño colateral", cosas así..., las cuartillas y los folios se plantaban: "-Eso yo no lo admito. ¿Entiendes? No lo soporto. Tatúalo, si quieres, en tu barriga."

24.6.10

A desinfectar

“A desinfectar”, dicen los vigilantes, pero los recluidos saben dónde van a llevarles: a ese sitio donde otros fueron conducidos y ya no regresaron. Se rumorea que hay duchas de las que no cae agua, sino un gas venenoso que acaba con la gente. “A desinfectar”, repiten los vigilantes, y el corazón da un vuelco: el final ha llegado, despídete de todo. Un vuelco de pavor pero también un pálpito: un halo de esperanza, de esto ya se termina. El hambre, la fatiga, las hacinadas celdas, el miedo permanente, los golpes, los castigos…, todo eso ya se acaba.

23.6.10

Una foto muy lograda

Ésta es una historia vulgar, real.

El fotógrafo quiere hacer una foto perfecta. Una pequeña obra de arte.

Se trata de fotografiar, por encargo, a un niño de siete años. A un niño inquieto y torpón.

El fotógrafo pide al niño que mantenga erguida la cabeza, que abra menos la boca, que no tuerza los ojos…

Pero el niño no entiende, o no sabe hacer, lo que le piden.

El fotógrafo entonces se impacienta, refunfuña, se altera, grita al niño.

Al final la foto es un éxito de encuadre, luz y sombras. Una lograda foto de… un niño llorando.

(¿Y no era eso –la luz, la sombra, el encuadre- lo que en verdad le preocupaba? Entonces, señor fotógrafo, no hay razón para no estar orgulloso.)

Ésta es una historia vulgar, real. Es la historia de mi foto de primera comunión.

Siempre que la veo (enmarcada, en casa de mis padres) me entran ganas de romperla y poner otra en su lugar: la foto, puede que movida y desenfocada, de un niño riéndose.

21.6.10

Tú sí que vales

Me dan envidia sus ocurrencias, su improvisación. Me gustaría no envidiarle pero ¿acaso la envidia es voluntaria?

Yo soy disciplinado y previsible. Me centro en escribir un guión, lo memorizo y no me salgo de él. Cada día lo ejecuto, fielmente, sin deslices.

Pero él no. Él tiene genio, duende. Él es puro talento, pura inventiva. Y no necesita guiones.

Hace tiempo oí una copla que decía:

La sal, la chispa y la gracia
ni se compran ni se heredan.
Se las da Dios a quien quiere
y a mí me dejó sin ellas.


Pues al que dijo esa copla le pasaba lo que a mí: que no tengo gracia, que soy “desaborío”.

A veces, en medio del espectáculo, le veo reírse en mi cara. Es justo cuando se sale del guión, cuando cambia los diálogos y derrocha originalidad. Ahí, sobre la marcha, improvisa los mejores chistes, los más reídos por la gente. Entonces me mira con ojos socarrones, con gesto que declara “tú no eres capaz”.

Y al acabar cada actuación, su desdén se agiganta. Ambos sabemos que es a él, y sólo a él, a quien aplaude el público. Como también sabemos que, si un día se bloqueara en medio del show, los silencios (o abucheos) serían para mí.

Supongo que debería racionalizar mis emociones. A fin de cuentas, no es lógico que un ventrílocuo sienta celos del muñeco que mueve, del títere de plástico al que presta su voz. Supongo que no es lógico pero ¿acaso la envida es lógica?, ¿acaso es voluntaria?

17.6.10

Puedo escribir

Puedo escribir los versos más tristes en la noche. Estoy roto de dolor, pero algo en mí celebra poder escribir esto. ¡Una parte de mí se alegra de que esa chica me haya dejado!: de otro modo, no podría escribir lo que escribo.

Ella se ha ido, sí, pero gracias a eso puedo escribir los versos más tristes esta noche; escribir por ejemplo “la noche está estrellada y tiritan, azules, los astros a lo lejos… Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido…”.

14.6.10

Mi verdadero origen

Mis padres se conocieron en una comisaría. Fueron llevados allí para interrogarles después de una manifestación en la que participaron. Era una de esas concentraciones antifranquistas de finales de los 60.

Antes de que la policía los detuviera, mis padres no se habían visto nunca. Fueron detenidos por separado, pues cuando cargó la policía los manifestantes salieron corriendo. Aunque los arrestaron en lugares distintos, la casualidad hizo que los llevaran a la misma comisaría.

Al arrestarle, a mi padre le habían dado un golpe con una barra, por lo que le sangraba una ceja. Por eso, antes de que le tomaran declaración, mi madre le prestó un pañuelo para que se lo pusiera en la herida. Tras limpiarse la sangre, mi padre se guardó el pañuelo en el bolsillo.

Luego declararon por separado y los trasladaron a calabozos distintos.

Cuando, días después, mi padre fue puesto en libertad, se empeñó en que tenía que devolverle el pañuelo a mi madre. Recordó que, durante la manifestación, mi madre llevaba un libro de Anatomía. Así que estuvo yendo durante varios días a la Facultad de Medicina hasta que, por fin, la localizó.

Le devolvió el pañuelo y… Bueno, el resto ya os lo imagináis: siguieron viéndose, se hicieron novios y nací yo.

Es una historia bastante vulgar. Pero hay en ella una especie de paradoja. Y es que, de no haber sido por aquella manifestación antifranquista, de no haber sido por la carga policial..., yo no habría nacido. Es casi seguro que, de no haber sido por eso, mis padres no habrían llegado a conocerse.

Mis padres odiaban la dictadura pero, de no ser por ella, nunca se habrían encontrado. Ni tampoco me habrían concebido.

En este sentido, y aunque fuera casualmente, la dictadura fue beneficiosa para ellos. Y, de rebote, para mí.

Si mentalmente elimino la dictadura, si hipotéticamente suprimo la intervención policial…, entonces también desaparezco yo.

O sea que, en cierto modo, debo mi vida a un régimen autoritario. Debo mi existencia a la represión.

Cuando este pensamiento me acude a la cabeza, intento apagarlo. Me digo a mí mismo “Es una idea absurda”.

Lo que no significa que no sea verdad.

11.6.10

Cremación

La última voluntad de un amigo es sagrada, y puesto que Franz me pidió que destruyera sus escritos los destruyo y ya está. Han pasado varios meses desde su muerte y aquí estoy, en mi casa, delante del fuego. He leído los textos que no me enseñó en vida y sé que lo que voy a quemar es muy valioso. No hablo de valor económico (los relatos de Franz no gustarían al gran público) sino literario. Son obras irrepetibles, únicas. Pero la última voluntad de un amigo no se discute.

Echo al fuego los manuscritos de “América”, “El proceso”, “El castillo”. Veo arder los folios de la “Carta al padre”…

Las llamas los consumen. Vorazmente prenden y de inmediato son hojas quemadas. Vuelan sobre las llamas briznas negras. Recojo las cenizas y las tiro.

Franz Kafka, y no Max Brod, ha dejado a todos sin la historia del hombre al que se procesa y juzga sin saber nunca por qué; sin el relato del Castillo, sede de esa autoridad que nadie conoce ni entiende…

Una gran pérdida, sin duda.

Pero, después de todo, ¿iban a ser los hombres más felices? ¿Iba a dejar de haber crímenes, guerras…? Estamos en 1924. Si, por ejemplo, dentro de quince años hay otra guerra en Europa, ¿dejaría de haberla sólo porque Franz publicó sus creaciones? ¿Sería mejor la humanidad? ¿Cambiaría el mundo algo por eso?

No.

Entonces, ¿qué más da?; ¿qué importancia tiene, en el fondo, haber quemado estos papeles?

10.6.10

Dime tonto

Dame pan y dime tonto”.
Ande yo caliente y ríase la gente”.

Los refranes lo dicen: pagar os da derecho a humillarme; vestirme os da derecho a burlaros.

Lástima que últimamente, para vestirme y reíros, para darme pan y llamarme tonto, tengáis que desplazaros a la Unidad de Psiquiatría.

9.6.10

Que no te sienta venir

Se veían sólo los fines de semana, porque ella, por razón de sus estudios, pasaba los días laborables en otra ciudad. Los sábados solían ir al cine y a cenar. Si después querían estar solos, tenían que ir al garaje donde el padre de él guardaba el coche. Aquella noche hacía frío, así que se refugiaron en el coche y pusieron el motor en marcha para poder conectar la calefacción.

Los encontraron al día siguiente, muertos, dentro del coche. Los dos estaban tendidos sobre los asientos reclinados, cogidos de la mano y semidesnudos.

Sin duda se quedaron dormidos y la combustión del motor consumió todo el oxígeno.

La muerte, suavemente, les visitó entre sueños.

Quienes vieron los cuerpos enlazados y la expresión de sus rostros exclamaron “Qué pena”, pero por dentro pensaban “Qué envidia: ésta es la clase de muerte que querría para mí”.

7.6.10

La bolsa o la vida

Fui al cajero automático a sacar 100 euros. La máquina me dio cinco billetes de 20. Acababa de guardarlos en la cartera cuando un hombre joven, con acento extranjero, me dijo: “Se le ha caído un billete al suelo”. Extrañado, miré hacia abajo, lo que el chico aprovechó para arrancarme la cartera de la mano y salir corriendo. Intenté perseguirle inútilmente. Corría más que yo y se perdió por una esquina.

Como en la cartera llevaba mi documentación y las tarjetas de crédito, me dirigí a la Policía a denunciar el robo. De camino a la comisaría telefoneé a mi empresa para avisar de que llegaría tarde. Normalmente a esa hora (siete y media de la mañana) tendría que estar en la estación de Santa Eugenia para coger el tren a Madrid-Atocha.

En la comisaría tuve que hacer cola. Había varias personas delante de mí. Sin embargo, cuando ya iban a atenderme noté una repentina tensión en los agentes. Varios policías salieron a toda prisa. Uno de ellos dijo que volviéramos al día siguiente, que ese día no tramitarían denuncias, DNIs ni pasaportes.

Me dirigí a la estación para tomar el cercanías pero el acceso estaba cortado. Sirenas de policía, trasiego de ambulancias… Era el 11 de marzo de 2004.

De no haber sido por el robo que sufrí aquella mañana, habría estado allí, en la estación de Santa Eugenia, en el momento de la explosión.

Nunca sabré si habría resultado muerto o herido, pero es probable que sí.

Finalmente no denuncié el robo y me limité a anular las tarjetas. Una semana más tarde la policía encontró mi cartera arrojada en un jardín. Sólo faltaba el dinero.

Aquel 11 de marzo perdí 100 euros y gané una vida.


[Alguien llamó a la radio para contar esto. Yo lo oí en una noche de insomnio. Como tantas veces, me pregunté para qué necesitamos la ficción si ya tenemos la realidad.]

1.6.10

Qué lástima pero adiós

Soñé que estaba en un bar. Aparte del camarero y de mí, sólo había un hombre mayor. No nos conocíamos de nada, pero se dirigió a mí:

-Permita que le invite. Hoy es mi primer día de jubilación.

Entonces, mientras me bebía la cerveza, empezó a contarme su historia.

-Mi vida ha sido dura. De pequeño no fui a la escuela. Tenía que ayudar a mi padre en el trabajo. Iba con él a los ríos y arroyos, en un carro tirado por mulos, a recoger la arena de los bordes. Después de cargarla la cribábamos para limpiarla de guijarros, y luego íbamos por las obras vendiendo la arena como material de construcción.

También me refirió que más tarde trabajó de mecánico.

-Un día, sin venir a cuento, el dueño del taller me despidió. Esa noche, con la preocupación, me dio un infarto y estuve a punto de morir. Pero me repuse. Unos meses después abrí mi propio taller y acabé obligando a quien me había echado a trasladar su negocio.

La suya no era una historia especialmente interesante, pero me gustaba oírla. (En general, me gusta que la gente me cuente historias, sobre todo si son reales.) Me sentía bien en aquel sitio y con aquella compañía.

Sin embargo, indiferente a mis gustos, el despertador sonó.

Con su riiiiing se borró todo: el bar, el camarero, el hombre que me contaba su vida…

Dentro de mi sueño yo sabía que probablemente no vería más a aquel hombre. Pero me dolió irme de allí de esa manera, sin despedirme de él y ni siquiera agradecer su invitación.