30.4.10

A la carta

No me malinterprete, señor cocinero. Claro que valoro sus creaciones culinarias: esos audaces platos de diseño; su innovación; su creatividad; el tiempo que le ha llevado gelatinizar espárragos, gasificar ostras, hacer sorbete de pulpo, confitar crestas de gallo...

Pero también debe entender que lo que yo más querría, en este momento, es que por esa puerta apareciera mi madre –ella otra vez- con una fuente hasta arriba de macarrones con tomate.

26.4.10

Cuando un amigo se va

No tiene nombre. No es un castaño, ni un roble, ni un peral, ni una higuera. Tendrá, a lo sumo, un nombre en latín en libros de botánica. Pero no lo necesita. Es, simplemente, el árbol.

Tampoco se sabe quién lo plantó. Sólo se sabe que es alto, grueso y frondoso. Y que está “desde siempre” en el patio del colegio.

Bajo su copa han jugado muchas generaciones de niños. Casi todos han trepado por su tronco, han atado una cuerda a alguna rama para hacer un columpio y se han sentado a su sombra a la hora del recreo. Algunos han escrito en su corteza el nombre de su amor, de ese amor primigenio de los doce años.

La caída de sus hojas avisaba del otoño. El verdecer de sus ramas anunciaba otro abril, de nuevo manga corta, el final de otro curso. Hacia mayo le brotaban unas flores pequeñas y blancas, que esparcían en el patio un olor dulce. Y después unos frutos morados y redondos, supuestamente no comestibles (aunque muchos niños de Preescolar los mordieron y no les pasó nada), que servían para jugar a las canicas.

Hoy van a derribarlo. Se ha hecho viejo y su tronco se ha ablandado. La madera presenta signos de podredumbre. Está enfermo.

La noticia ha corrido por el barrio. Los alumnos lo han dicho a sus padres, muchos de los cuales acudieron, de niños, también a ese colegio.

Por eso es mucha gente la que asiste al derrumbe. Tres operarios van a talarlo. Mientras uno corta con la motosierra, los otros tiran de una cuerda atada al tronco.

Finalmente se dobla y cae. Despacio, sin estrépito (sus ramas amortiguan la caída), hasta quedar yacente en el patio. En ese patio que ya no será el mismo.

Cuando está en el suelo, muchos se acercan a verlo. El tronco amputado exhibe incontables círculos concéntricos. Hay quien arranca hojas y se las guarda en el bolsillo. Junto a una de las ramas se ve un nido. En el suelo hay trozos de cascarón: huevos de pájaro rotos al caer.

Algunos de los congregados se van sin despedirse, apresuradamente, temerosos de que los demás les vean llorar por un árbol.

22.4.10

En mis manos

Tras su investidura, el presidente electo se desplazó al palacio (sede de la Presidencia y, al mismo tiempo, su vivienda oficial). Al llegar allí, se dirigió al despacho presidencial para esperar la visita de su antecesor y del ministro de Defensa en funciones. El presidente saliente y el ministro le transmitieron los mayores secretos de Estado, esto es, el mapa de los lanzamisiles y las claves del botón nuclear (el botón conectado al armamento atómico). Para accionar éste había que abrir un armario blindado, marcar un código de diez dígitos y seguidamente apretar el botón.

Por la tarde, después de comer, el presidente se encerró en su despacho para ultimar la lista de ministros que iba a nombrar. Pero no pudo resistir la tentación de abrir el armario y quedarse mirando aquel botón.

Pensó “Miles de millones de años desde la aparición de la vida. De las primeras células a los mamíferos. Vida acuática. Salida del mar. Adaptación al medio terrestre. Tránsito de las bacterias a la vida vegetal. De las plantas a los animales. Extinción de los saurios. Desarrollo de la inteligencia. Irrupción del hombre... Y ahora, con sólo pulsar un botón –este botón, de pronto en mis manos- probablemente todo desaparecería. Todo. No sólo la humanidad, sino la vida, toda forma de vida en la Tierra”.

El presidente sintió una turbación, como si le invadiera una especie de vértigo.

Estaba así, aturdido, cuando entró en el despacho su hija de seis años. A la niña le llamó la atención aquel botón, quizá por su color amarillo y porque estaba dentro de un armario abierto; de modo que se acercó a él.

El presidente, alarmado, se levantó y le impidió el paso:

-No lo toques. Es muy peligroso.

La niña preguntó:

-¿Hace daño? ¿Es como los quemadores de la cocina?

Y el presidente:

-Sí, hija. Algo parecido a eso.

21.4.10

A mí que nada se me olvida

Los médicos me han diagnosticado una enfermedad en el cerebro. En concreto me han dicho que voy a perder la memoria.

Pero me niego a aceptarlo. Y, sobre todo, no estoy dispuesto a rendirme, a permitir que mis recuerdos se vayan borrando. Así que, desde que me lo anunciaron, dedico varias horas al día a refrescar mi memoria.

Recito listas de cosas que sé de corrido y compruebo que logro mantenerlas.

Digo Mercurio Venus Tierra Marte Júpiter Saturno Urano Neptuno y Plutón.

Digo Europa Asia África América y Oceanía.

Digo La Coruña Lugo Orense y Pontevedra.

Digo san Mateo san Marcos san Lucas san Juan.

Digo hidrógeno litio sodio potasio rubidio cesio francio.

¿Lo veis? Mi memoria sigue siendo excelente. Retengo hasta lo que de niño aprendí en el colegio.

Digo también palabras relacionadas con mi vida. Por nada del mundo querría olvidar los nombres de mis hijos (Isabel y Fernando), ni los de mis amigos (Melchor Gaspar y Baltasar). Y preferiría morirme antes que olvidar quién soy y cómo soy. Sería horrible, por ejemplo, olvidar mi propio nombre. Pero no lo olvido. Aunque a veces no recuerde en qué trabajo o el año en qué nací, mi nombre y apellidos los repito de continuo para no olvidarlos. Me llamo Fémur Tibia Peroné.

19.4.10

Sin palabras

A veces dejan cerrada la puerta de la terraza, donde me ponen la comida, y entonces quiero decirles “abridme, necesito salir”. Otras veces tengo ganas de orinar, no puedo aguantarme e intento pedirles “sacadme a la calle”. También a veces se les olvida ponerme agua y quisiera decirles “llenad mi bebedero”

Trato de hacerme entender moviendo el cuerpo y ladrando. Pero a menudo no se enteran. Me preguntan “qué quieres” y yo vuelvo a ladrar y a moverme, y siguen sin entenderme. Es muy frustrante.

Echo en falta lo que ellos tienen. Con la boca articulan sonidos. Se parece a ladrar pero es muy distinto. Cada sonido significa una cosa. Tienen un sonido (“Canelo”) para llamarme a mí, otro para nombrar el agua, otro para la comida… Así pueden decir lo que quieren. Yo alguna vez he intentado ladrar agua, paseo, terraza, pero sólo me salen uau-uaus. Me gustaría tanto tener eso…

15.4.10

La fuerza del Destino

A un niño se le cae el helado de chocolate. Sobre la acera queda una mancha marrón.

Poco después cruzas tú. No reparas en la mancha y la pisas. El helado está aún líquido. Te resbalas. Caída aparatosa, posible fractura. Te llevan a un hospital. Allí te encuentras con Ana, la amiga de tu infancia. Ahora es traumatóloga. ¡Qué casualidad, después de tanto tiempo sin verla! Os pasáis los teléfonos y, tras tu curación, la llamas y quedáis para cenar. Después más llamadas y citas. Un año más tarde, te casas con ella. Tenéis tres hijos y envejecéis juntos.

O bien:

Al niño no se le cae el helado. Cruzas tranquilamente la calle. Llegas a la oficina (porque vas a la oficina). Trabajas como cualquier día. Nunca sabes que Ana (la olvidada amiga de tu niñez) es traumatóloga, nunca vuelves a verla. Obviamente no convives con ella. Tampoco te casas ni tienes hijos.

Por lo que

tu futuro (y el de Ana, y el de tus hijos…) depende de un niño anónimo y de su helado de chocolate. También se puede escribir con mayúscula y llamar Destino.


(Confidencia: En la versión inicial el Destino no tenía forma de helado de chocolate, sino de caca de perro. Me pareció que, en honor a una palabra escrita con mayúscula, debía cambiarlo.)

12.4.10

Terceros interesados

Saben, como todo matrimonio, que no deben discutir delante de los niños. Pero esta vez lo incumplen. Así que en pleno fragor de la disputa, y en presencia de sus hijos, uno de los cónyuges exclama:

-Ojalá no te hubiera conocido nunca. No sé por qué tuve que coincidir contigo en aquella fiesta.

Y el otro:

-Lo mismo digo. Ojalá no te hubieras cruzado en mi vida. Seguro que ahora estaría mucho mejor.

Ante lo cual, y con toda razón, los hijos protestan:

-Eh, un momento. Si se trata de rehacer vuestro pasado, y por tanto des-nacernos, nosotros también queremos opinar.

8.4.10

Qué bien hablo

Es un municipio rural, por lo que la visita de un técnico del Ministerio de Agricultura despierta interés. El funcionario ha comunicado al alcalde que, al igual que el año anterior, no sólo examinará embalses y obras de riego, sino que también se reunirá con los vecinos y les dará una charla.

El técnico de Agricultura se sienta en el salón del Ayuntamiento y empieza su exposición. Pero, al igual que el año pasado, cuando se refiere a las reservas de agua no dice reservas de agua sino “recursos hídricos”. Cuando alude a las medidas de los pantanos no dice medidas sino “parámetros”. Cuando aborda las clases de cultivo no dice clasificación sino “taxonomía”. Cuando habla de una práctica agrícola no dice práctica sino “praxis”. Cuando alude a una enfermedad de los frutales no dice enfermedad sino “patología”. Cuando quiere referirse a cooperación no dice cooperación sino “sinergia”…

Y ello a pesar de que sabe que está hablando a agricultores que conocen su oficio pero no tuvieron ocasión de estudiar. A personas sencillas que se expresan con sencillez. A gente que llama a las cosas por su nombre: por su nombre de siempre.

Al principio el técnico de Agricultura se alegra del interés con que es escuchado, pero, cuando lleva unos minutos disertando, se da cuenta de que su auditorio no cambia de postura, no cruza las piernas, no tose, no pestañea...

Le extraña tanto que pierde la concentración y termina apresuradamente la charla.

El alcalde lo acompaña a la salida pero el técnico, al observar que los asistentes siguen sentados y sin inmutarse, se acerca a uno de ellos y le tiende la mano.

Una mano que nadie estrecha porque el asistente continúa imperturbable.

Ante lo cual el alcalde, sabiéndose descubierto, se siente obligado a sincerarse:

-Pues verá. Como el año pasado no entendieron lo que usted dijo, esta vez nadie quería venir a su conferencia. Así que, para que no se sintiera desairado, hablé con un cuñado mío, que tiene una tienda de confecciones, y le pedí todos los maniquíes (ya sabe, esos muñecos que se ponen en los escaparates). Y los he traído aquí, al salón municipal, para hacer bulto. Supongo que a usted no le importará. Total, aunque hubiera asistido público tampoco se habría enterado de nada…

5.4.10

Batalla campal

Desde su puesto de observación el zoólogo ve acercarse a dos grupos de chimpancés. Ambos clanes inician una pelea a base de golpes y mordiscos. Algunos chimpancés usan palos: ramas que previamente han cortado para emplearlas en la lucha. También se lanzan piedras, cocos y otros frutos.

La refriega acaba cuando uno de los grupos se retira. En el suelo yacen varios chimpancés muertos.

Por la noche el zoólogo se acerca al campo de batalla y, mientras comprueba que algunos de los palos usados en el combate habían sido afilados con los dientes, piensa “Menos mal que aún no han inventado las armas de fuego…”.